martes, 29 de enero de 2013

LA TRISTE HISTORIA DEL PASCOLA CENOBIO


Cenobio Tánori vivía en Bataconcica; joven y galán, ―estimado de los hombres y amigo de las mujeres‖, el yaqui gustaba lucir su arrogancia en ferias, festividades y velorios, donde hacía gala de sus aptitudes para la danza. Fama era de que en toda la región no había con quien se le comparara en el arte de bailar, de bailar las danzas ásperas, rigurosas y ancestrales… Para Tánori no había mayor gloria que lucirse en los airosos saltos del ―pascola‖, sacudiendo como joven bestia las pantorrillas forradas con los vibrantes ―ténavaris‖, que son especie de cascabeles de oruga o de capullos. Era placer para todos admirar la gracia y la donosura con que Cenobio Tánori, con el rostro cubierto por horripilante máscara caprina, arañaba con los dedos de sus pies desnudos la pista de tierra suelta y recién regada, cubierta en veces por pétalos de rosas o por verdura cimarrona, al compás de la melodía pentafónica nacida de la flauta de carrizo y cómo su torso hercúleo y desnudo se cimbreaba, se estremecía, a imitación del animal revivido en sus instantes más emotivos: el coraje, el miedo, el celo, mientras la sonaja de discos en la izquierda del danzarín se acomodaba al ritmo punteado del redoblante, instrumento capital en la música que acompañaba a la coreografía totémica.
El arte no ha sido pródigo para quien lo ejerce; las intervenciones de Tánori tenían por lo general flaca recompensa: una humeante y olorosa cazuela de ―guacavaqui‖, un trozo de carne de res asada en brasas, un par de tortillas de harina de trigo suaves y calientes y un puñado de cigarrillos de tabaco negro y picante… Eso, aparte de las sonrisas y de las caídas de ojos, de los guiños con que las mujercitas pretendían atraerse la atención de aquel bohemio silvestre, de aquel esteta rústico y arrogante.
De pueblo en pueblo, de feria en feria, iba Cenobio Tánori llevando su alegría. Lo mismo pespunteba un ―pascola‖, que ejecutaba las prolongadas y bulliciosas danzas de ―El Venado‖ o ―El Coyote‖, ambas de primitivo origen, bárbaras y bellas como el ambiente, como el ambiente verde azul, como la vegetación agresiva y hermosa que rodeaba la plazuela del villorio donde se celebraba el festejo: Babójori o Tórim, Coraspe o El Baburo…
Pero un día, ya estaba escrito, la vida del vagabundo quedó prendida… Fue en su mismo pueblo, en Bataconcica, donde el pensamiento, donde la voluntad del trotamundos quedó liada, como copo de algodón entre las espinas de un cardo, de las pestañas ―chinas‖ y tupidas de un par de ojazos café oscuros, traviesos e inquietos, los ojos de Emilia Buitimea, aquella muchacha pequeña y suave, que logró pescar para sí lo que tanto anhelaban todas las jóvenes yaquis en edad de merecer: a Cenobio Tánori, el ―pascola‖ garrido y orgulloso.
Pronto se habló de los dos juntos: de la Emilia y de Cenobio. ―Buena pareja‖, comentaban los viejos… Mas las ancianas, con los pies mejor hincados en la tierra, se aventuraban por el comentario realista: ―Lástima que Cenobio ande tan flaco de la bolsa… ¿Si llueve con qué la tapa?‖ O bien el optimista augurio: ―El suegro, Benito Buitimea, es rico y sabrá ayudar al muchacho.‖
Pero Cenobio Tánori seguía siendo orgulloso y ―echado pa‘tras‖, a pesar de estar enamorado: él nunca consentiría en vivir a costillas del suegro… Jamás sería un arrimado en la casa de su futura.
Tales determinaciones cuesta mucho sostenerlas; dígalo si no Cenobio Tánori el danzante, quien se olvidó de ferias y holgorios en busca de lo esencial para una boda, si no rumbosa, por lo menos digna de la condición de Emilia Buitimea.
Animoso y decidido vemos a Tánori colgar para siempre sus amados ―ténavaris‖ para contratarse como peón; trabajar tras de la yunta que pujaba en la tarea de abrir brechas en la tierra pródiga y profunda del ―Valle del Yaqui‖; cargar sobre sus lomos los sacos ahítos de garbanzo o recoger en haces las espigas trigueras… La gente en general se admiraba de ver al eterno trotamundos sometido a un esfuerzo al que nadie pensó que algún día tendría que someterse…
Mas la labor agobiante del peón de surco no da mucho… y los días se iban ante la ansiedad del muchacho y la tristeza silenciosa de la Emilia…
Un día creyó llegado el fin de sus congojas; fue cuando un forastero lo invitó para que le sirviera como guía en una expedición por el cerro de ―El Mazocoba‖; se trataba de descubrir vetas de metales preciosos; la soldada ofrecida era muy superior a la que Cenobio Tánori lograba en las duras tareas agrícolas, sólo que había un grave inconveniente para aceptarla: los indios, los ―yoremes‖ sus paisanos, no veían con buenos ojos que hombres blancos y avarientos hollaran la tierra de la serranía venerada, y mucho menos aceptaban que fuera precisamente un yaqui de la calidad de Cenobio Tánori quien condujera por los senderos escondidos, por las rutas misteriosas de ―El Mazocoba‖, a los odiados ―yoris‖.
Estas circunstancias determinaron que Tánori no se contratara tan pronto como se le presentó la oportunidad… Pero la necesidad, la urgencia latente en el corazón del indio, ayudadas por la insistencia del gambusino y por la anuente actitud de Emilia Buitimea, acabaron por vencer.
Cuando retornó a Bataconcica, traía el bolso lleno; tres meses de servicios prestados fielmente al ―yori‖ le habían deparado no sólo lo suficiente para la boda, sino también algo con que afrontar los primeros gastos en su futura vida al lado de la Emilia… Pero a cambio de tantos viene, Cenobio Tánori tuvo que encararse a una situación bien desagradable: los ―yoremes‖ viejos, aquellos dueños de la tradición siempre agresiva, siempre a la defensa contra el blanco, lo recibieron fríamente, algunos hasta se negaron a darle el tradicional saludo de bienvenida. El muchacho sufrió estoico los desprecios, contando como contaba no sólo con el cariño de su futura mujer, sino con la simpatía de la gente moza, simpatía que alcanzaba elevadas proporciones cuando se trataba de las jóvenes, de aquellas a las que no afectaban mucho ni el manchón que los ancianos advertían en la personalidad del danzante, ni el compromiso matrimonial de éste con la Emilia, pues ni aquello las lastimaban, ni esto las desdoraba…
Y una tarde, cuando Cenobio Tánori aguardaba, a media Calle Real de Bataconcica, la oportunidad de encontrarse con la Emilia, advirtió la presencia de Miguel Tojíncola, aquel viejo enorme, de cara negra, labrada con hachazuela, quien tambaleante de embriaguez se acercó al danzarín para burlarse de él con carcajadas hirientes: ―Aquí tienen, hombre y mujeres, al ‗yoreme‘ que se hizo burro, que se hizo jumento para que le varearan las ancas y se le treparan en los lomos los ‗yoris‘‖… Y otra risotada atronaba el ámbito, otra risotada injuriante, majadera, a la que coreaban cien más salidas de las bocas de los que habían acudido al llamado del viejo Tojíncola.
Cenobio Tánori, con los ojos bajos y un poco pálido contenía sus ímpetus, porque el respeto a los ancianos alcanza en los yaquis proporciones religiosas. Mas el ebrio, sin curarse de la humilde actitud, continuaba implacable:
―Tan muchacho y tan fuerte prestándose a los ‗yoris‘ como una mujerzuela‖…
Cenobio Tánori mordía sus labios y hacía no escuchar a los tercos. En torno de él había varios ñiños y algunas mujeres que apuntaban con sus dedos al cohibido, al mismo tiempo que festejaban con chacota las ocurrencias y las injurias que brotaban por la boca desdentada del vejete:
―El agua te sabrá amarga; la tortilla no te pasará del galillo, la tierra de tu parcela no dará más que choyas porque el diablo se meará en todo lugar donde pongas tu mano…‖
La situación rendida del muchacho excitaba más y más los ánimos de Tojíncola, quien disgustado por no provocar reacciones más categóricas en su víctima hizo brotar de sus labios, plegados por la rabia, el insulto mayor que pueda pronunciarse en lengua cahíta:
―Torocoyori‖, dijo lentamente. ―Torocoyori‖, repitió, este es, traidor, vil, vendido al blanco… ―Torocoyori‖… ―Torocoyori‖… A la injuria repetida a gritos, acompañó un escupitajo que escurrió por la mejilla casi imberbe de Cenobio Tánori…
Claro que los postreros recursos empleados por Tojíncola fueron lo suficientemente categóricos como para mudar la paciente actitud. El muchacho contrajo su cuerpo, dio dos pasos hacia atrás para dar un salto de víbora en acoso… Nadie pudo contenerlo, porque a flote le salía el instinto que apresaron su voluntad y su ―buen crianza‖, durante prolongados y angustiosos instantes…
El puñal prendió el pecho del anciano, quien rodó por tierra vomitando espuma bermeja.
Cenobio Tánori no trató de huir. Con el arma en su diestra aguardó que lo aprehendieran las autoridades indias; sumiso, silencioso, pero altivo e impertérrito, siguió a los dos alguaciles que se presentaron al lugar de los sucesos… En una esquina, Emilia Buitimea miraba a su novio con los ojos estrellados de lágrimas; él levantó su mano en un tímido además de despedida… y marchó en pos de sus aprehensores por la Calle Real, hasta llegar a la prisión. Al paso del grupo que seguía al ―pascola‖ y a sus aprehensores, los viejos ―yoremes‖ permanecían mudos, las mujeres hablaban en voz baja… y las mozuelas, las admiradoras del danzante, dejaban inflamarse su pecho al impulso de un suspiro.
Al cuartucho carcelero donde la justicia india había recluido a Cenobio Tánori, acudía la gente para demostrar su afecto al ―pascola‖ en desgracia. Las más perseverantes concurrentes eran las mujeres jóvenes, las muchachas que, tímidas y un poco amedrentadas, se acercaban hasta la cárcel, llevando entre sus manecitas morenas y chaparras un manojo de flores montaraces, una fruta en sazón o un manojo de cigarrillos, que colocaban sobre los travesaños de la recia puerta de madera, cierre del tugurio tenebroso en el que el danzante aguardaba el día en que el pueblo le hiciese justicia… Cenobio Tánori, magnífico, altivo como un dios ofendido, recibía en silencio y lleno de gravedad aquel tributo de sus sacerdotisas.
Claro que no se hablaba de otra cosa en Bataconcica que de la muerte del viejo Tojíncola y del futuro de su matador. La ley india era concluyente: puesto que Cenobio Tánori había matado, debería sucumbir frente al pelotón de las ―milicias‖… Tal decía la tradición y tal debería ejecutarse, a menos que los deudos del difunto don Miguel Tojíncola le otorgaran su gracia al matador, cambiando la pena de muerte por otro castigo menos cruel… Pero no había muchas esperanzas de alcanzar para el reo la clemencia que muchos desearan.
La familia del muerto la formaban una viuda y nueve hijos, cuyas edades iban desde los dieciséis hasta los dos años. La viuda era una mujerona vecina a los cincuenta, enorme de cuerpo, huesuda de contornos, negra de color, con su perfil de águila vieja; sus ademanes bruscos y su actitud siempre punzante y valentona no daban ninguna ilusión con respecto a una posible actitud de indulgencia. Por el contrario, decíase que Marciala Morales, tozuda, enérgica y vengativa, había prometido ser implacable con el asesino de su marido Miguel Tojíncola.
Tan embarazoso porvenir para el ―pascola‖ arrancaba crueles reflexiones a los viejos, comentarios amargos a las mujeres, y lágrimas, lágrimas vivas a todas las jóvenes, quienes a pesar del compromiso matrimonial de Cenobio Tánori con la Emilia Buitimea no consideraban perdido para siempre al hombre que en ellas había logrado despertar la dulce ansiedad; la ansiedad que, por ejemplo, despierta el alba en el buche del mirlo o en el ala de la mariposa…
Entre tanto, todo se alistaban para la instalación de los tribunales que deberían juzgar al homicida.
La justicia yaqui está circundada por una ronda de formulismos y de prejuicios infranqueables; el pueblo, asistido de las altas autoridades tribales, es el que dicta la última palabra tras de discutir, tras de perorar horas y horas en un dramático estira y afloja…
Pues bien, ya estamos en la plazuela de Bataconcica; una pequeña multitud se agolpa en espera del reo. En lugar destacado vemos a los ―cobanahuacs‖ o gobernadores, graves en su inmóvil actitud, y a los severos ―pueblos‖, que cargan sobre sus lomos toda la fuerza del poder civil de la tribu. Ahí están representados los ocho grupos que integran la nación yaqui: Bácum, Belero, Cócorit, Guíviris, Pólam, Ráhum, Tórun y Vícam… Cerca de este impresionante grupo de ancianos, está Marciala Morales la viuda, rodeada como clueca de sus nueve hijos; los mayores cargan en sus brazos a los pequeñuelos que gimen y escandalizan. De ella, de la viuda de Miguel Tojíncola, no se puede esperar nada favorable para la suerte del bailarín; así lo dicen su mueca feroz y su gesto desafiante, ante los que se inclina el clan familiar, con sumisión religiosa que la mujerona, la casi anciana, recibe en disposición repugnante, dura y mandona.
Al frente de la multitud vemos a un pelotón de jóvenes milicianos armados de máuseres que esperan, marciales y sañudos, que la sentencia se consume para cumplirla estricta, fatalmente.
En los rostros impenetrables de los indios ha caído un velo sombrío; particularmente esta señal de desazón se hace más notable en las jóvenes mujeres, en aquellas admiradoras de la apostura y de la gracia del ―pascola‖ malaventurado… Emilia, la amada y prometida de Cenobio Tánori, está ausente debido al veto que a su presencia impone la ley; sin embargo, su padre, el viejo Benito Buitimea, rico y afamado, no esconde su emoción ante aquel dramático sucesos de que es protagonista quien un día quiso ser su yerno.
El tétrico redoble del tamborcillo, instrumento obligado en todos los actos trascendentales del pueblo yaqui, acalló los rumores y las voces… Cenobio Tánori solo, sin guardas, con la cabeza levantada, dejando que el aire despeinara su espesa cabellera que alcanzaba acariciarle hasta los hombros, cruza por la valla que la gente ha abierto a su paso; lleva el atractivo atavío con el que tantas y tantas veces había arrancado el aplauso de los ―yoremes‖, la intención pecaminosa de las hembras casadas, el suspiro ahogado de pudores de las solteras y la admiración de todo el pueblo; las espaldas y el pecho desnudos para dejar lucir plenamente su musculatura que resalta bajo la piel lustrosa de un leve sudor; pendientes del cuello collares de cascabeles de crótalos; entre las piernas, a horcajadas, una manta de lana fina sostenida por fuerte cinturón de vaqueta crudía, del que penden pezuñas y colas de venado, y en las pantorrillas los ―ténavaris‖, que suenan al paso del danzante como campanillas cascadas…
El danzante marcha altivo, con paso firme y flexible, hasta llegar al centro de la plazuela para encararse con su juez, que lo será todo el pueblo…
Nadie ignora, incluso Cenobio Tánori, que muy a pesar de las circunstancias que mediaron en los hechos fatales, que no obstante, además, la admiración, la popularidad y la simpatía que el ―pascola‖ mantiene entre su gente, ninguno podrá torcer los dictados legales, que nadie podrá conmutar la sentencia de muerte que se prepara, excepto Marciala Morales, la rencorosa y horrible viuda de Miguell Tojíncola y de quien nada podría esperarse dado su agresivo comportamiento…
En esta situación se escuchó la voz seca de vejez y vibrante de emociones del ―Pueblo Mayor‖, a quien la ley obliga a acusar, a acusar siempre en defensa de los intereses, de la paz y de la concordia del grupo. Tras de expresar los hechos debidamente sustentados en declaraciones y testimonios, concluyó excitando a todos:
―Las leyes que nos dejaron nuestros padres como la más venerada herencia dicen que el ‗yoreme‘ que mate a un ‗yoreme‘ debe morir a manos de los ‗yoremes‘… Pero yo, Pueblo Mayor de Vícam, la Santa Tierra, pregunto a mi gente si está de acuerdo a que al hermano Cenobio Tánori se le mate como murió entre sus manos el hermano Miguel Tojíncola…‖
Las últimas palabras flotaron en el aire breves instantes; después las siguió un rumor como de marejada y luego la voz distinta que se impuso grave y categórica:
―Sí, máuser…
―Ehui, máuser… ehui, máuser… máuser… máuser…‖
El clamor se generalizó. Caía sobre la cabeza destocada de Cenobio Tánori como una tormenta.
El ―Pueblo Mayor‖ había levantado su mano avejentada y seca como la raíz de un pitahayo, dispuesto a dejarla caer como afirmación determinante del juicio de su pueblo…
Pero entonces las mujeres jóvenes, venciendo sus pudores y sus timideces, imploraron con voz débil y temblorosa:
―Vélo, Marciala Morales, y entonces lo perdonarás… Tu misericordia la agradecerán todas las mujeres del mundo… Sálvalo de la muerte porque es noble y es valiente… Vélo, Marciala Morales, es bello como un pájaro de colores y gracioso como un bura joven.‖
La viuda miró con malos ojos al grupo de mozas que así imploraban. Con los dientes apretados, muda de furores y la mirada perdida en un desierto de odios, se volvió hacia Cenobio Tánori que permanecía erecto, orgulloso, magnífico en medio de la plazoleta…
Poco duró aquella mueca en el rostro de la vieja, porque su cara arrugada de ablandó por un inesperado impulso; sus ojos, ante insospechada emoción, cobraron un brillo humano, desconcertante; su boca perdió los repliegues del rencor y dio lugar a un gesto bobo, laxo, imbécil…
Los hombres, por su parte, se mantenían en su terrible determinación:
―Máuser… Ehui, máuser, máuser… ehui, máuser, máuser…‖
El ―Pueblo Mayor‖, ante la ensordecedora algarabía, no atinaba a bajar su mano como seña de que la sentencia se había consumado. Hubo un momento en que nadie hubiese podido distinguir siquiera una sílaba de aquel rugir de bestias, de aquel parlotear de pájaros, de aquel rumor de aguas desbocadas.
De pronto una voz chirriante y destemplada se metió en los oídos de la multitud. Era la de Marciala Morales, quien de pie y rodeada de su prole, pero sin retirar la vista que se había quedado fija en el danzarín, hacía ademanes tratando de silenciar a la multitud…
Todos los ojos se volvieron hacia ella; estaba magnífica de fealdad y de barbarie:
―No —gritó—, máuser no… Este hombre ha dejado sin padre a todos estos hijos míos. La ley de nuestros abuelos dice también que si el ‗yoreme‘ muerto por otro ‗yoreme‘ deja familia, el matador debe hacerse cargo de los deudos del muerto y casarse con la viuda… Yo pido al pueblo que Cenobio Tánori, el ‗pascola‘, se case conmigo, que me proteja a mí y a los hijos del difunto… No, máuser no… Que Cenobio Tánori ocupe en mi ‗tarima‘ el lugar que dejó el viejo Miguel Tojíncola… Eso pido y eso deben darme.‖
Siguieron instante de un silencio profundo… y luego bocas alteradas, gritos, carcajadas, injurias, cuchufletas y todo volvió a tornarse en un guirigay endemoniado. Cebonio Tánori quiso hablar, mas la batahola le impidió que sus palabras fueran escuchadas.
El ―Pueblo Mayor‖ dejó caer pesadamente su mano. Se había hecho justicia con estricto apego al código ancestral… Otra vez más los nobles yaquis mantenían fidelidad a sus tradiciones.
El fracasado pelotón desfiló a redoble de tambor; la gente empezó a dispersarse.
Marciala Morales, seguida de su larga prole, llegóse hasta Cenobio Tánori y lo tomó por le brazo:
―Anda, buen mozo —le dijo—, tú dormirás desde hoy junto a mí, para que descanses de los mucho que tendrás que trabajar en mantener a esta manada de ‗buquis‘ que recibes como herencia del viejo Tojíncola que Dios tenga en su gloria por los siglos de los siglos…‖
Fue entonces cuando el afamado ―pascola‖ perdió sus bríos: con la cabeza gacha, arrastrando sus pies, ridículo como un títere, siguió a su horrible verdugo, quien sonreía triunfadora al paso de las mozuelas que se negaban a mirar de lleno el ocaso de un astro, la muerte de un ídolo resquebrajado entre las manos musculosas y negras de Marciala Morales…
El cielo, rabiosamente azul, cubría la escena del melodrama y el sol calcinaba el terronerío de la plazuela.

LA PLAZA DE XOXOCOTLA


— Es bonita la plaza de Xoxocotla; bonita y limpia —dije sin intención de adular.
— Tiene su historia, igual que la escuela y l‘agua entubada —me informó el viejo Eleuterio Ríos, mientras acariciaba entre pulgar e índice el indómito bigote; aquel bigotazo salpicado de hilos de plata y que, de tener fe al refrán que dice: ―cuando el indio encanece, el español perece‖, mala jugada les haría al porte juvenil y al gesto arrogante de mi amigo, por los cuales —mentirosos— se le juzgaría un hombre en plena madurez.
— Sí, tiene historia —repitió el anciano, con inaguantables deseos de contarla. Sin esperar más, la dijo en voz lenta, entre chupada y chupada al cigarro de hoja prendido entre sus dientes amarillentos.
— Era yo delegado municipal del pueblo cuando llegó la comitiva. El candidato a la cabeza. No crea usté que vinieron aquí por su gusto, no… Fue que iban para Puente de Ixtla; pero ahí en la curva de El Tordo tronó una rueda del ―for‖ y tuvieron que descolgarse pa‘ca pa Xoxocotla, en busca de una sombrita y de un trago de agua.
El candidato era grandote, serio y muy callado. Sus compañeros, en cambio, hablaban mucho, pero como los pericos, ni ellos mesmos entendían sus babosadas.
Alguien me dijo que el candidato lo iban a ascender a Presidente de la República. Yo no lo creí… ¡Tantas levas cuentan los lambiscones! El candidato parece que me leyó el pensamiento, porque sonriéndose tantito, más bien con sus ojos que con su boca, se me quedó miramente y luego dijo:
―¿Qué es, señor delegado, lo que más necesita este pueblo?‖
Yo pensé que había que seguirle el juego y de purita raspa le dije:
―Pos ya ve su mercé qué plaza tan triste es ésta de Xoxocotla, en un solar grandote y tierroso y en medio, como todo adorno, ese güizachito íngrimo y solo que no sirve ni p‘hacerle sombra a un gallo… Nosotros, los del pueblo, quisiéramos una plaza con sus banquetas, sus prados y su tiosco rodiado de faroles…‖
―Lo tendrán‖, dijo el candidato muy seriote.
A mí por poco me gana la risa, verdá de Dios, por el modito tan descarado de burlarse de uno. Pero pa seguir con el arguende, pues le dije yo también muy disimulado y faceto:
―Tampoco hay escuela, Vea su mercé cómo están los probes niños arrjejolados en aquella sombrita que dan las torres de la iglesia. Cómo quere du mercé que aprendan ansina. ¡Luego ni maistra tienen! Doña Andrea Sierra que le entiende a la lectura, pues a veces les da leición y se las viene a tomar una vez a la semana…‖
―Tendrán escuela‖, volvió a prometer el candidato, con tal serenidad y firmeza, que me destantió un poquito. Pero cuando me acordé que todos los que tienen el empeño de candidatos, su oficio es echar puras mentiras, pues me le quedé mirando, largo, hondo, como es el costumbre de po‘acá, cuando quiere uno burlarse de alguien. El hombre no entendió o hizo que no entendía mi gesto y entonces volví a travesiar con él. Mis paisanos gozaban al ver la forma en que me‘staba yo tantiando al señor político:
―Como usté habrá visto, tenemos harta agua po‘aquí, pero nos faltan tubos. Usté que viene tratando de hacer la felicidá del pueblo, nomás arregule cómo se vería una pila echando agua cristalina en medio de la plaza rodiada de siemprevivas, ‗juanitas‘ y violetas… y las muchachas con sus cántaros redonditos y sudorosos y los muchachos ya lebrones mirándolas de ganchete, así como Dios manda que el macho mire a la hembra a la que le llena el ojo… y los niños en l‘escuela y en l‘escuela una maistra catrina y guapa, enseñándoles a todos el silabario…‖
Entonces el bruto de mi compadrito Próculo Delgadillo no pudo aguantar la risa; pero el candidato, siempre tan formal dijo:
―Tendrán su plaza, su escuela, su fuente y su máistra.‖ Luego se paró para despedirse. Me tendió la manod. Yo apenas si se la rocé, no más pa no ser malcriado, pero de manera que él tantiara que no nos había hecho tontos.
Cuando se fueron, nos juntamos todos los vecinos al derredor del güizachito. Los jóvenes creiban buenas las promesas del candidato y estaban muy alegres; pero los viejos, que nos han brotado canas y salido arrugas de tanto y tanto esperar que se cumplan los ofrecimientos de los políticos, pos nomás nos réibamos de la inesperencia de la gente tierna.
Don Eleuterio calló un momento; se quitó su enorme sombrero de palma y de lo más profundo de la copa sacó una caja de cerillos; encendió uno, hizo hueco con sus manos a la flama y entre resoplidos pegó fuego a su gran cigarro de tabaco cimarrón. Luego siguió el relato:
— Pasó un año. Yo estaba para entrega la delegación a mi compadrito Remigio Morales que se Dios haiga. Era medio día, hacía un calor como pocas. El solazo brillaba en aquel desierto que nosotros llamábamos plaza; los cerdos gruñían porque sentían derretirse; las gallinas con el pico abierto escarbaban la arena caliente y con las alas estendidas se revolcaban buscando refrescarse; los perros con las colas entre las patas, babeaban como si tuvieran el mal. Las mujeres en las cocinas se habían quitado las camisas y los niños encuerados buscaban las sombritas y pedían agua d‘un hilo.
Yo y el policía estábamos echando un pulquito en ca doña Trina Laguna, aquí nomasito… De repente llegó Tirso Moya, que para entonces era un muchachillo apenas d‘este pelo; muy espantado me dijo: ―Ándele, Tata Luterio, qui‘hay lo busca el Presidente.‖ Tonces acabé con el jarrito de pulque y pedí otro… ¡Hacía tanta calor! Bebí espacito, sin cortar la plática con el policía… Y ahí nomás que llega Lucrecita la de mi entenado Gerardo: ―Quihay lo precura el Presidente, Tata Luterio‖… ―Ande, cuele —dije—, vaya a ver si ya puso el puerco.‖ Y la muchacha se jue corre y corre… A poco ratito apareció Odilón Pérez el menso y con su voz de babosote me avisó: ―Que l‘ostá aguardando el Presidente Tata Luterio‖… ―Pos dile, contesté, que si no puede aguantarse tantito, que no tengo su qui hacer…‖ Y el menso de Odilón se fue muy obediente con el recado.
―Ése ha de venir a cobrar el piso de la plaza del día lunes‖, comenté con el policía.
Seguimos traguetiando pian pianito, sin priesas. Conté yo con toda calma los centavos de la recaudación de la plaza que triba entre mi faja. Todavía oyí una talla muy colorada que me contó el policía y salí mascando un pedazo de barbacoa que me había ofertado doña Trina Laguna.
¡Y que lo voy mirando…! ¿Quién cré usté que era? Pos el candidato. Ahí estaba, bajo la sombra delgadita del güizache. Lo rodeaban más de veinte muchachillos, él se reía con ellos y al más chiquitín lo tenía abrazado. Todas las mujeres, desde las puertas de sus casas lo miraban con admiración; él no se daba cuenta, así de entretenido estaba con la chamacada… Había llegado íngrimo y solo, igual que el güisachito; su ―for‖ lo esperaba ellá en la carretera… Nomás por su pura planta adeviné que ya lo habían ascendido a Presidente de la República… Grandote, serio y confiado como todos los que son hombres de nacencia, no sé qué aigre le encontré con Emiliano. En nada se parecían, pero el gesto, el cariño por los niños… Yo no sé. Bueno, ni en el vestido se parecían, pero a éste le caiba tan bien la tejana, como a aquel su jarano galoneado, con el que dicen que se aparece a los caminantes que pasan por Chinameca.
Yo lleno de vergüenza me le acerqué. Me dio su mano que entonces se la agarré con las dos mías, sí, como se estrecha la mano de un amigo, de un hombre del que uno sabe que es buena gente. La mano era grande, fina, pero más juerte que las dos mías empalmadas. Sonríe otra vez con ese modito tan suyo; apenas si se le miraban los dientes debajo de su bigote recortado y tupido… ¡La risa era de hombre cabal, de puro mexicano!
Yo todo avergonzado le dije que disimulara la espera en el solazo, porque cuando me dijeron que áhistaba el Presidente, pos yo creiba que era el presidente municipal de Puente d‘Istla que venía por lo del piso de la plaza del lunes.
El hombre no dejó de sonrirse y luego luego, pos a lo que te truje:
―Siñor delegado —dijo muy respeitoso—, ahoy llegarán a Xoxocotla los ingenieros a levantar l‘escuela, a hacer la plaza y a meter l‘agua en los tubos… Pronto vendrá la máistra o sea la preceitora‖.
Yo me juí de lomos, pa‘ques más que la verdá.
Cuando se jué, todo el pueblo lo siguió. Naiden hablaba, él iba por delante caminando recio. Nosotros al trote apenas si lo alcanzábamos. Cuando subió a su ―for‖ se jué saludándonos con la mano.
Al regresar, todos los jóvenes se reían de nosotros los viejos qui‘habíamos disconfiado. Disd‘entonces he creído más en los muchachos y ya les hago caso de todo lo que dicen… L‘otro día, uno d‘ellos me preguntó: ―¿Si viniera otra vez a Xoxocotla un candidato, qué le pediría usté, tío Luterio?‖
―Pos si lo queres saber, yo le pediría que áhi, dond‘estuvo el güizachito íngrimo y solo, le levantara una estatua al Presidente que vino… Una estatua pa que todos lo estemos mirando, pa que sirva de almiración a los niños que salen de l‘escuela y pa que las lindas muchachas de Xoxocotla corten el día del santo de él toditas las flores del jardín y se las avienten a sus pies…
―Es güeno su pensamiento, tío Luterio —me contestó el muchacho—; yo y otros muchos sabemos ler por él y usté y todos los viejos han güelto a creer en un hombre, como cuando créiban en Emiliano el de Anenecuilco:‖ ¡Hágame usté el favor! ¡Cómo está de lista la juventú de ahoy…!
Don Eleuterio se quedó unos instantes en silencio, con los ojos perdidos quizá en el recuerdo; luego, volviendo de su abstracción, me miró fijamente para decir:
— Pero a ver, amigo, póngale usté un defecto a la plaza de Xoxocotla.
— Sólo le falta el monumento…
— ¡Eso es, un monumento! —dijo como si hubiera hecho un hallazgo—. Un monumento… pero encima del, por la estatua d‘ese quien usté sabe… Entonces la plaza de Xoxocotla sería la más linda de todo Morelos… ¿O qué opina usté, maistro?

LOS DIEZ RESPONSOS


Fue el lunes por la tarde; quedó en la cuneta de la carretera con los brazos extendidos en cruz; en su rostro cobrizo y polvoriento perduraba un gesto de sorpresa y en sus ojos semiabiertos un estrabismo horrible, que decía a las claras de la postrera conmoción. Cera de él el borrico cargado con dos tercios de leña y un pellejo inflado de pulque; más cerca todavía, ―Tlachique‖, el perro ―jolín‖ y esquelético, rascaba su sarna sin perder de vista al cadáver de su amo.
Así encontraron el cuerpo de Plácido Santiago los que regresaban a su pueblo de Panales, después de hacer el ―tianguis‖ en Ixmiquilpan. A Panales, que agachaba su humildad al margen de la carretera de México a Laredo.
Algunos hombres venían borrachos; las mujerucas los precedían en la marcha, cargadas con las compras o con los efectos de su industria no vendidos en el mercado regional.
El hallazgo consternó a todos; un apretado grupo rodeó el exánime cuerpo del paisano Plácido Santiago.
— Fue un astromóvil.
— Yo crio, que una troca.
— Malditos sean, desde que les abrieron camino a estos diablos, naiden anda tranquilo ni en sus propios terrenos.
Una vieja se arrodilló junto al cadáver; humedeció con saliva sus dedos índice y pulgar y con ellos acarició los lóbulos de las orejas amarillentas de Plácido Santiago. Por la boca de la anciana brotó una jaculatoria que corearon voces graves.
El más viejo tomó la iniciativa; dos jóvenes lo ayudaron a descargar el pollino.
— Habrá harto pulque en el velorio —dijo uno, cuando abrazó con satisfacción la bota henchida.
— Habrá —confirmó otro, mientras cargaba a sus espaldas el pellejo.
— Tú, Tomás, llévate el tercio de leña… Es la herencia de Plácido Santiago pa mi comadre Trenidá —dijo el viejo, a quien llamaban todos tío Roque.
Luego, entre varios hombres, treparon el cadáver en el burro; las piernas abiertas, rígidas, colgaban en compás sobre la barriga de la bestezuela; los dedos, que asomaban por entre los huaraches, eran racimos amarillentos, como frutos malogrados por la helada; la pelambre de la cabeza, fantásticamente braquicéfala, se revolvía al impulso del aire friolero de diciembre.
Tras el pollino iban los hombres y las mujeres a paso lento, solemne; el animal de vez en cuando tiraba tarascadas a los renuevos de grama, sin curarse de la azotaina que seguía a los golosos intentos… Mas en una de ésas, el cuerpo estuvo a punto de rodar; hubo alarma y gritería. Roque Higuera, el Tío, dispuso que un muchacho trepara a la grupa del jumento y mantuviera en equilibrio los despojos de Plácido Santiago.
La caravana siguió su marcha, hasta torcer por la vereda que llevaba a Panales; a la retaguardia, ―Tlachique‖, vivo el ojo y la lengua colgante, jadeaba al trotecillo lobuno que había tomado.
La comadrita Trenidá recibió sin lágrimas el cadáver de su marido Plácido Santiago; la pena, que se le había sesgado en la garganta, y el corazón paralizado por tanto y tanto peso, le impedían hablar. Con unas ramas de huizache barrió la tierra de la choza; luego buscó una botella y roció con su contenido de agua bendita las cuatro paredes. Después machacó en el metate unos terrones de cal y con el polvo dibujó en medio del piso una cruz ancha y larga; sobre ella, y con la ayuda de los vecinos, colocó al cadáver que porfiaba en mantener la absurda postura a compás que impuso a las piernas el vientre del borrico. Mas este desarreglo había que remediarlo, porque un cadáver en esa actitud no resultaba correcto. Ahí había una buena coyunda de cuero crudío; con ella ató la comadrita Trenidá los pies ya enjutos de su Plácido Santiago y apretó, apretó hasta colocarlos en disposición cabal. Cuando dejó sobre el pecho del muerto una imagen de la virgen de la Merced, la comadrita Trenidá se sentó en cuclillas, muy cerquita de él; se había echado sobre la cara el rebozo, para permanecer inmóvil, como silueta evadida de un friso.
Pero ya llegaban los dolientes; alguno encajó en la tierra una vela de estearina tan delgada como el dedo meñique; otro regó con flores de zempoalxóchitl todo el pavimento; una mujer dejó a los pies del muerto un manojo de retama; la fragancia campera llenó el ambiente. Alguien inició el rezo que poco a poco se transformó en rumor como el del río o el del viento que jugueteaba entre los lienzos de cantos rodados.
El Tío Roque informó a la concurrencia que por su cuenta había mandado buscar al cura de Ixmiquilpan para que rezara diez responsos de a ―tostón‖, en beneficio del alma del amigo Plácido Santiago. La gente miró con admiración y reconocimiento al viejo, a quien el pulque trasegado habíale hecho tan ligera la bolsa como la lengua.
Llegaron la tarde, la anochecida y la alta noche; el pellejo del pulque había sucumbido a las arremetidas de los dolientes. El Tío Roque Higuera, de esplendidez creciente, mandó al ―tinacal‖ de su pertenencia por otra ración semejante a la consumida: ―Di‘hoy pa‘lante todo corre por mi cuenta… ¡Faltaba más!‖, había dicho rumboso…
El duelo iba trocándose en tertulia; todos hablaban en voz alta; ahí estaban las panegiristas de los hasta ahora no reconocidos méritos del difunto, ahí los predicadores entusiastas de las excelencias del compadrito Plácido Santiago y también las preces declamadas a voces por las mujeres. De repente, un grito agudo, ululante sobresalía entre el murmullo sordo; era la comadrita Trenidá que abría la compuerta a su dolor.
En un rinconcito de la barraca, hervía el café dentro de una olla barrigona que descansaba sobre un fogón de tres piedras; manos serviciales atizaban la lumbre con ―olotes‖ y boñigas de vaca.
Afuera los luceros se desgarraban entre las púas de los nopales, los grillos hacían concertino a la sinfonía de aullidos que venían del monte; eran los perros alzados, los perros sin dueño que ladraban al hambre y a la muerte.
Pocos resistieron en pie la amanecida; las mujeres envueltas en sus rebozos, cabeceaban; algunos hombres se habían tendido boca arriba en el tecorral, mientras otros hablaban a gritos sobre las penas del purgatorio, los suplicios del infierno, en donde el ―caso mocho‖ hervía chicharrones de alma; de la paz de los cielos, amenizada por un ―mariachi‖ y ―reforzado‖ con trompetas de ángeles y arpas de querubines… De aquella gloria que sólo disfrutan las ánimas de los justos, tal, ―sin agraviar lo presente‖, la del compadrito Plácido Santiago ―que de Dios aiga‖…
La comadre Trenidá, de tiempo en tiempo, dejaba su postura hierática, para arrancar con sus dedos acalambrados el pabilo renegrido que hacía humear más de la cuenta alguna de las candelas a punto de consumirse.
Los gallos inauguraron la madrugada. Su canto jacarandoso acalló el tétrico concierto canino; el sol fileteó de alba los cerros, el mirlo correspondió los ―buenos días‖ al jilguero y las tinieblas fuéronse yendo poquito a poco, para dejar lugar a una espléndida mañana.
En el jacal, voces aún adormiladas cantaron el ―miserere‖. Un niño lloró atosigado por el humo del copal que salía de una cazuela sopeteada de brasas.
De pronto todos dirigieron la mirada hacia el cajón de madera fresca y rezumante, que en hombros de cuatro vecinos llegó a la puerta de la choza… La comadrita Trenidá lloró un poquitín; luego se arropó con su rebozo para papachar la aflicción que le bullía en el pecho.
Los compadres, llenos de miramientos y celo, colocaron dentro del ataúd el cuerpo de Plácido Santiago. El Tío Roque Higuera llamó a la comadrita Trenidá para que diera el último adiós a su compañero; la mujer tomó entre sus dedos temblorosos el mentón frío y salpicado de pelos lacios y duros. Luego el Tío Roque Higuera remachó con una piedra doce clavos.
En ésas estaban cuando hizo su aparición el señor cura de Ixmiquilpan; llegó hasta las puertas de la choza tripulando su viejo Ford. Los presentes se echaron de rodillas, el sacerdote alzó la diestra y asperjó bendiciones. Después las mujeres se apresuraron a besar la mano regordeta que desganadamente se les tendía.
— Pronto, pronto —dijo el cura—, acabemos con esto, porque tengo un bautizo en Remedios y un viático en Tamaleras… ¡Pronto, pronto!
El fraile hisopeó el ataúd, luego extrajo de la bolsa de su sotana un breviario y empezó las plegarias. Cuando hubo recitado en latín los diez responsos contratados, se dispuso a bendecir el cadáver, mas le cortó la intención la voz borracha del Tío Roque Higuera:
— Un momento, padrecito, conté los responsos y jueron diez, cabalmente… Pero ¿no quere su mercé echarle uno de ganancia al dijuntito?
El cura un poco enfadado protestó:
— He dicho que voy de prisa… Viático en Tamaleras, bautizo en Remedios…
— Ande, ande, acuérdese que pa nosotros lo mesmo da ocuparlo a usté que al padre de Alfajayucan, que ése sí nunca se hace del rogar… Hasta al pulquito l‘entra.
El cura recitó entonces atropelladamente aquello para lo que, momentos antes, hubo menester del libro, del breviario que, más que guía, resultaba un elemento de gran brillantez en la liturgia… ¡Al fin que era de ganancia, de ñapa, de pilón!
Cuando cuatro muchachos alzaron el féretro y abrieron la marcha del cortejo, el Tío Roque Higuera puso en las manos del clérigo un billete de cinco pesos.
Todos los presentes salieron tras el ataúd, excepto la comadrita Trenidá que, hecha una maraña insignificante, estaba sentada frente al fogón; al alcance de su mano una olla llena de frijoles cocidos de los que la mujer comía a puñados. Cuando el cura la sorprendió en tan inaudita tarea, puso el grito en el cielo:
— ¡Ave María Purísima! Cualquiera diría, hija, que te ha importado muy poco la muerte de tu marido… ¿Cómo es posible que tengas hambre en estas circunstancias? ¡Es el tuyo, mujer, pecado de gula!
La comadrita Trenidá se limpió con el dorso de su mano la boca, acabó de remoler lo que traía entre la lengua y paladar y dijo:
— Anoche desaigraron mis frijoles por beberse el pulque… Naiden los aprobó siquiera. —Luego, con los ojos llenos de lágrimas, continuó—: Mi marido, con la ayuda de sus santos responsos, ya está gozando de Dios… Él se llevó mi corazón hasta el jollo; naiden podrá ocupar su lugarcito… Pero no por eso debo dejar que se aceden los frijoles
El cura, sin comentar más, puso en marcha el arcaico motor de su automóvil, enchufó el embrague… luego la ―primera‖ y puso entre él y el drama una cortina de polvo.
La comadrita Trenidá, con las lágrimas escurriendo por entre las mejillas, metió de nuevo la mano en la olla:
―Claro —dijo—, dejarlos es un pecado, con lo caro que‘stán ahoy…‖
Echado sobre sus patas traseras, ―Tlachique‖, el perro ―jolín‖ y esquelético, esperaba su turno; mientras tanto, se relamía, se relamía…


EL DIOSERO


Kai-Lan, señor del caríbal de Puná, sentado frente a mí toma una graciosa postura simiesca y sonríe amistoso; en sus manos cortitas y móviles, juguetea un bejuco. Estamos bajo el techo de su ―champa‖ erigida en un claro de la selva; en un claro que es islote perdido entre el océano vegetal que amenaza desbordarse en las olas crujientes y negras. Kai-Lan escucha, sus ojos se clavan en mi rostro; parece adivinarme el gesto mejor que entender mis palabras. A veces, cuando mi propósito logra penetrar en el cerebro o en el corazón del indio, él ríe, ríe a carcajadas… Mas a veces, cuando mi relato tórnase grave, el lacandón se pone formal y aparentemente interesado en aquel diálogo en que participa él con algunos monosílabos o con tal o cual frase sencilla, emitida con dificultad.
Las tres mujeres de Kai-Lan están cerca de nosotros, sus tres ―kikas‖. Jacinta, niña casi y madre ya de una indiecita lactante, de cara redonda y cachetona; Jova, una anciana reservada, fea y huidiza, y Nachak‘in, hembra en plenitud; su perfil arrogante como un mascarón pétreo de Chichén-Itzá, los ojos sensuales y coquetones, el cuerpo ondulante, apetitoso, a pesar de la corta estatura y los ademanes sueltos, tanto, que llegan a descocados frente al desabrimiento de las otras dos.
Jova, arrodillada cerca del metate, tortea grandes ruedas de masa de maíz; Jacinta, que carga sobre el brazo izquierdo a su hija, revuelve entre las brasas del fogón un faisán abierto en canal del que sale un tufillo agradable. Nachak‘in de pie, metida en su amplio cotón de lana, mira impávida el ajetreo de sus compañeras.
— Y ésa —pregunté a Kai-Lan señalando a Nachak‘in— ¿por qué no trabaja?
El lacandón sonríe, guarda silencio unos instantes; con ello da la idea de que busca los términos apropiados para responder:
— No trabaja en el día —dice al fin—, a la noche sí… A ella toca subir a la hamaca de Kai-Lan.
La bella ―kika‖, tal si hubiera entendido las palabras que en castellano me dijo su marido, baja los ojos ante mi curiosa mirada y pliega los labios en una sonrisa terriblemente picaresca. De su cuello robusto y corto, cuelga un collar de colmillos de lagarto.
Fuera de la ―champa‖, la selva, el escenario donde se desenvuelve el drama de los lacandones. Frente a la casa de Kai-Lan, se laza el templo del que él es Gran Sacerdote, al mismo tiempo que acólito y fiel. El templo es una barraca techada con hojas de palma; sólo tiene un muro, que ve al poniente; adentro, caballetes de rústica talla y, sobre ellos, los incensarios o braserillos de barro crudo, que son deidades doblegadoras de las pasiones, moderadoras de los fenómenos naturales que en la selva se desencadenan con furia diabólica, domadores de bestias, amparo contra serpientes y sabandijas y resguardo opuesto a los ―hombres malos‖ del más allá de los bosques.
Junto al templo, la parcela de maíz cultivada cuidadosamente; matas vigorosas se alzan del suelo más de dos palmos entre las paredes de los hoyancos cavados a ―coa‖; un lienzo de varas espinudas protege al sembradío de las incursiones de los jabalíes y de los tapires y, abajo, entre lianas y raíces, el río Jataté. El clima es húmedo y tibio.
La voz de la selva, de tono invariable y de intenciones tozudas como las del mar, aquel ruido de enervantes efectos para quien lo escucha por primera vez y que acaba por tornarse, andando el tiempo, en estímulo grato durante el día y en arrullo suave durante la noche, aquella voz nacida de buches de aves, de fauces de fieras, de ramas quebradizas, del canto de las hojas de las ceibas, del ramón y del asesino matapalos que trepa sus tentáculos abrazados a los corpulentos troncos de caobo, del chicozapote, para extraer de ellos, en provecho propio, hasta la última gota de savia, del chiflido intermitente de la nauyaca que vive entre las cortezas del chacalté y del ululante alarido del sarahuato, monito grotesco y cínico que retoza su eterna brama pendiente de las lianas o trepado inverosímilmente en las más atrevidas copas… En tal algarabía, apenas si se escucha la palabra del lacandón que es señor de la selva, al mismo tiempo que el más débil y desposeído entre lo que anima ese mundo de fronda y luz, de estruendo y silencio.
En la ―champa‖ de Kai-Lan, cacique de Puná, aguardo el ―taco‖ que su hospitalidad delicadísima me ha brindado, para continuar mi camino después del refrigerio, por brechas y ―picados‖, entre la masa verde y el pantano, con rumbo al caríbal de Pancho Viejo, aquel silencioso, solitario y lánguido caballero lacandón, cuya ―champa‖, huérfana de ―kikas‖, se alza, Jataté abajo, a pocos kilómetros de la heredad de mi huésped actual. Calculo llegar a la anochecida.
Cuando estoy terminando de dar cuenta con la pechuga del faisán, Kai-Lan muestra alguna inquietud; voltea hacia la selva, hincha su nariz en un husmear de bestia carnívora; se pone en pie y sale lentamente. Lo miro cómo interroga a las nubes; después recoge del suelo una varita que eleva entre el índice y el pulgar; por el arco que forman sus dedos, se mira el sol a punto de llegar al cenit.
Kai-Lan ha vuelto y me hace conocer el resultados de su investigación-
— Poco andarás… Viene agua, mucha agua.
Yo insistí en la necesidad que tengo de llegar esa misma noche a la ―champa‖ de Pancho Viejo, mas Kai-Lan machaca cordialmente:
— Mira, falta ansinita para el agua —y me muestra la vara a través de la cual observó las nubes.
— Pancho Viejo me espera.
Kai-Lan ya no habla.
Me he puesto en pie, acaricio la cara de la pequeña que se ha dormido en brazos de su madre y cuando me dispongo a salir, gotas enormes me detienen; la tormenta se ha desencadenado. Kai-Lan sonríe al ver cumplido su pronóstico: ―Agua… mucha agua.‖
El rayo brama a poco bajo un techo color de acero que se ha interpuesto entre la selva y el sol; la tormenta se abate sobre las ramazones de los árboles que rascan la costra de nubes. La voz de la selva se acalla para dejar sitio al estruendo de las cataratas. La ―champa‖ se sacude con violencia, Kai-Lan ha vuelto a sentarse junto a mí; estoy sobrecogido ante el espectáculo que por primera vez presencio.
El agua sube a ojos vistas; Jacinta ha dejado a su niña acostada en la hamaca de Kai-Lan y seguida de Jova alzan sus cotones con inocente impudicia hasta arriba de la cintura y empiezan a levantar un dique dentro de la choza, para evitar que el agua escurra al interior. Nachak‘in, la ―kika‖ en turno, distrae su holganza sentada en cuclillas en un rincón de la ―champa‖; Kai-Lan, con el mentón entre sus manos, mira cómo la tempestad crece en intensidad y en estruendos.
— ¿Qué buscas en cá Pancho Viejo? —me interroga de pronto.
Yo sin muchas ganas de liar la charla, respondo un poco cortante:
— Me va a platicar cosas de la vida de ustedes los ―caribes‖.
— ¿Y a ti qué te importa? ¡No hay que meterse en la vida de los vecinos! —dice el lacandón sin tratar de herirme.
No contesto.
Jacinta ha tomado en brazos a su hijita, la estrecha contra su pecho; en la cara de la joven hay ahora sombras de congoja. Jova, estoica, empieza a destazar un sarahuato enorme; la piel de la bestia, taladrada por una flecha de Kai-Lan, va despegándose de la carne rojiza hasta dejar un cuerpo desnudo, muy semejante en volumen y muy parecido en forma al de la indita mofletuda que llora entre los brazos de Jacinta.
Kai-Lan me ha pedido un cigarrillo al que arranca fumarolas que la ventisca se encarga de disolver en cuanto salen de su boca.
Entre tanto, el cielo no acaba de volver sus odres sobre la selva; las nubes se confunden ya con las copas del chacalté y del chicozapote; un rayo ha partido, como a vil bambú, el tronco de una ceiba centenaria; el fragor nos aturde y la luz lívida nos deja ciegos por instantes.
En la ―champa‖ nadie habla, el pavor supersticioso de los indios es menor que mis temores de hombre civilizado.
— Agua, mucha agua… —comenta al fin Kai-Lan.
De pronto, un estrépito prolongado colma nuestra inquietud; es rotundo como el de las rocas al desgajarse, es categórico tal el estruendo de cien troncos de caobo que reventaran al unísono.
Kai-Lan se pone de pie, mira hacia afuera por entre la tupida cortina que descuelga el temporal. Habla en lacandón a las mujeres, quienes ven hacia el punto que el hombre les señala. Yo hago lo mismo.
— El río, es el río —me dice Kai-Lan en castellano.
En efecto, el Jataté se ha hinchado; sus aguas arrastran como pajillas troncos, ramas y piedras.
El lacandón vuelve a hablar a sus esposas; ellas escuchan sin contestar. Jova va hacia el fondo de la ―champa‖ y remueve con sus manos un montón de arcilla seca, al tiempo que Kai-Lan, provisto de un gran calabazo, sale a la tormenta, para regresar a poco; su cabello empapado cuelga lacio hasta debajo de los hombros; el cotón se le pega al cuerpo dándole un aspecto ridículo… Ahora voltea sobre la arcilla el agua que ha traído en el calabazo; las mujeres lo miran llenas de unción; Kai-Lan repite la maniobra una vez y otra; el agua y la arcilla han hecho barro que el hombrecillo amasa. Cuando ha encontrado el punto pastoso y moldeable en la arcilla, emprende otro viaje en medio de la tempestad; lo vemos entrar al templo y destruir con furia mística los braseros deidades. Luego que ha terminado con el último, retorna a la ―champa‖.
— Los dioses son viejos… ya no sirven —me dice—. Yo haré otro, fuerte y valiente, que acabe con el agua.
… Y Kai-Lan, echado frente al montón de barro, empieza a modelar con insospechada maestría un nuevo incensario, un dios lucido y potente, capaz de conjurar a las nubes que ahora se desprenden sobre el ―caríbal‖ y sobre el río.
Las ―kikas‖ han vuelto discretamente las espaldas al hombre, hablan entre sí en voz baja. De pronto Nachak‘in arriesga una mirada que Kai-Lan sorprende. El hombrecito se ha puesto en pie, grita roncamente, bate sus manos al aire presa de furores; Nachak‘in, vuelta de nuevo hacia la pared y con la cabeza baja, resiste humildemente la reprimenda… Kai-Lan ha deshecho, convulso de ira, la obra casi terminada: Dios ha vuelto a sucumbir en manos del hombre.
Cuando el lacandón se cerciora de que el ojo impuro de las hembras no mancillará la obra divina, intenta de nuevo erigirla.
… Ya está, es un bello incensario de apariencia zoomorfa: un ave barriguda, con el lomo hundido en forma de cazoleta; la figurilla se mantiene enhiesta sobre tres pies que rematan en pezuñas hendidas como las del jabalí. Dos astillas de pedernal brillan en las órbitas profundas. Kai-Lan se muestra muy satisfecho de su trabajo; lo mira de hito en hito, lo retoca, lo pule… Lo aprecia a distancia en todos sus ángulos y acaba por ocultarlo bajo el vuelo de su túnica, para salir con él entre la ventisca y con dirección al templo… Ya está ahí, lo miro a través del empañado cristal de la tormenta. Entroniza en el caballete al dios flamante, fresquecito aún: echa sobre sus lomos granos de copal y algunas brasas que toma entre dos varas de la hoguera perpetua que arde en el centro del recinto. Kai-Lan se mantiene en pie, inmóvil, hierático, sus brazos cruzados y la barbilla en alto.
Entre tanto, Jova atiza el hogar que chisporrotea; las llamas alumbran un poco la choza en donde empiezan a cuajarse las sombras. El vendaval sigue entre lamentos de árboles desgajados y estruendo de torrentes; el Jataté se ha tornado soberbio, sus aguas suben de nivel alarmantemente… Ahora amenazan desbordarse, ya chapotean en los ribazos que protegen la milpa. Kai-Lan se ha dado cuenta del peligro; bajo el techo del templo observa inquieto el amago del río; vuelve hacia el brasero, lo carga de nuevo con resina y aguarda. Mas la tempestad no cede, los nubarrones columpian de las cumbres y dejan caer sobre el ―caríbal‖ su sombra. La noche se precipita… Veo la silueta de Kai-Lan ir hasta el ara, tomar al dios entre sus manos, destruirlo y después, presa de furores, arrojar los fragmentos de barro a las lagunetas que se han formado frente a su ―champa‖… ¡Dios inútil, dios negado, imbécil dios…!
Mas Kai-Lan ha salido del templo, va hacia la milpa; marcha penosamente bajo las aguas, ahora se echa en cuatro pies junto al río, parece tapir que se revuelca ente el fango. Arrastra troncones y ramas, piedras y hojarascas; con todo bordea la sementera; es el suyo un trabajo doloroso e inútil. Cuando me dispongo a ir en su auxilio, él, convencido de la nulidad de sus esfuerzos, retorna a la ―champa‖. Increpa entonces con palabras violentas a las mujeres, quienes voltean de nuevo sus caras hacia el muro de hojas de palma. La niña duerme plácidamente sobre la hamaca, su cuerpecillo regordete yace entre harapos sucios y humedecidos.
Kai-Lan emprende otra vez la tarea.
Y ya tenemos ante nosotros al nuevo dios que ha brotado de sus manos mágicas. Es más basto éste que el anterior, pero menos hermoso. El lacandón lo eleva hasta la altura de los ojos y lo contempla unos instantes; parece estar muy engreído con su creación. A sus espaldas se escucha el gemido de la niña que despierta quizás al lancetazo de un bicharraco. Cuando Kai-Lan vuelve, se encuentra a la pequeña mirando fijamente al incensario. El lacandón tiene un gesto de impaciencia que poco a poco se torna en mueca benévola frente a la risa de la criatura. Arroja al suelo el incensario, ya maculado por ojos de mujer y empieza a destrozarlo con sus pies desnudos. Cuando ha consumado la destrucción, llama a voces. Jacinta, sin atreverse a levantar la cabeza, recoge a su hija y la lleva en brazos hasta el muro; saca por entre la manga de su cotón una mama excesiva y prieta, a la que la niña se prende; Jacienta, al igual que las demás ―kikas‖, ha volteado su cara a Kai-Lan, quien no pierde la fe; ahora empieza de nuevo.
El afán puesto en la tarea hace al indio olvidarse de mí, que miro a placer las incidencias que ocurren durante la manufactura de dios… Las manos pequeñitas de Kai-Lan toman fragmentos de lodo, nerviosas bolean esferas, amoldan cilindros o retocan planos; bailan sobre la forma incipiente, atareadas, ágiles, vivaces. Jova y Jacinta, la última meciendo entre sus brazos a la hija, se mantienen en pie dándonos las espaldas, Nachak‘in, amurriada tal vez por su frustrado himeneo, se ha sentado en las piernas cruzadas y la cara a la pared; cabecea presa del sueño. En medio de la choza, la lumbre crepita. Es de noche.
Esta vez la fábrica de dios ha sido más laboriosa, diríase que, ante los fracasos, el hacedor pone en la tarea todo su arte, toda su maestría. Modela un cuadrúpedo fabuloso: hocicos de nauyaca, cuerpo de tapir y cauda enorme y airosa de quetzal. Ahora mira en silencio el fruto de sus esfuerzos; ahí está, es una bestia magnífica, recia, prieta, brutal… El lacandón se ha puesto en pie; el incensario descansa en el suelo: Kai-Lan se retira algunos pasos para mirarlo a distancia; le ha notado alguna imperfección que se apresura a corregir con sus dedos humedecidos de saliva… Ha quedado, finalmente, satisfecho por completo. Alza entre sus brazos el incensario y cuando se asegura que no ha sido profanado por la mirada de las hembras, sonríe y se dispone a trasladarlo a sus altares. Pasa rozando mis piernas; yo estoy seguro de que en esos instantes no repara en mi presencia.
Las sombras de la noche empapada ya no me permiten ver la maniobra de Kai-Lan en oficio de Sumo Sacerdote; mis ojos apenas si perciben la lucecilla intermitente que arde sobre los lomos de la deidad recién modelada y el parpadeo angustioso de la hoguera perpetua alimentada con leños húmedos.
Mientras tanto, Jova ha montado un ingenio de varas cerca del fogón; de él pende el sarahuato para asarse al rescoldo; el aspecto del cuadrumano es pavoroso; la cabeza caída sobre el pecho parece gesticular; sus miembros retorcidos me recuerdan imágenes de mártires, de hombre mártires sometidos a la tortura por su santidad o… por sus herejías. Los granos de sal que salpican la carne estallan con leve y enervante chasquido, al tiempo que la grasa escurre para dejar negro y enjuto al cuerpecillo antropomorfo.
Jacinta, echada de rodillas frente a un cacharro barrigudo, extrae el maíz que deposita en el metate, la niña duerme en una estera tendida al alcance de la madre.
Nachak‘in, que ve pasar yerma su noche de amor, se ha tirado en la hamanca donde revuelve sus ansiedades; las piernas, torneadas y pequeñas, cuelgan en inquietante balanceo.
De pronto, viniendo de allá de la milpa, se escuchan voces. Es Kai-Lan. Jacinta y Jova atienden en el acto al llamado; las dos ―kikas‖ salen entre la borrasca y van hacia donde el esposo las requiere. Nachak‘in apenas si se incorpora para verlas partir; bosteza, distiende sus brazos sobre la ―cabeza‖ de la hamaca y hace algunos movimientos elásticos de bestiecita en celo.
Miro hacia el sembradío; Kai-Lan debajo de una ceiba opulenta sostiene entre sus manos una tea, cuya flama desafía sorprendentemente al ventarrón; las mujeres se debaten entre el barro en pelea furiosa contra el agua que ya ha rebasado el pequeño bordo que la contuvo; ahora las primeras matas de maíz están anegadas. Corro a prestar auxilio a las mujeres. Apoco me hallo hundido hasta la cintura en el lodo y comprometido en la lucha de los lacandones. Mientras Jacinta y yo acercamos piedras y fango, Jova levanta un vallado que más tarda en alzarse que en ser arrastrado por la corriente. Kai-Lan grita en lacandón palabras fustigantes; ellas redoblan esfuerzos. El hombre va y viene bajo el enorme paraguas de la ceiba; en alto la antorcha, nos manda sus débiles fulgores. Llega un momento en que la agitación de Kai-Lan es irreprimible. Deja la tea sostenida entre dos piedras y va hacia la choza del templo, penetra en ella y nos abandona empeñados en nuestros estériles esfuerzos… Jacinta ha resbalado, el agua la arrastra un trecho; Jova logra pescarla por la melena y con mi ayuda sacarla del trance. Un enorme tronco que flota en las aguas barre totalmente nuestra obra… La riada se desborda ya en arroyuelos que hacen charcas al pie de las matas de maíz. Nada hay que hacer; sin embargo, las mujeres siguen en empeñosa pugna. Cuando yo estoy a punto de marcharme materialmente rendido, noto que la tormenta ha cesado… Como llegó se fue, sin aparatos espectaculares, de improviso, tal como se presenta o se ausenta todo en la selva: la alimaña, el rayo, el viento, el brote, la muerte…
Kai-Lan sale del templo, lanza alaridos de júbilo. Nachak‘in mira, sin hacer nada por evitarlo, cómo el cuerpo del sarahuato se chamusca, se carboniza; una nube negra y hedionda hace irrespirable el ambiente; la niña solloza rendida de llorar.
Las mujeres al ver mi traza ridícula ríen; estamos encenegados de pies a cabeza.
Trato de limpiar el fango de mis botas. Kai-Lan me tiende un calabazo lleno de ―balché‖, aquella bebida fermentada ritual de las grandes ocasiones. Bebo un trago, otro y otro… Cuando alzo el codo por tercera vez, noto que amanece.
Kai-Lan está a mi lado, me mira amablemente. Nachak‘in se acerca y trata de echar, lúbrica y provocativa, un brazo al cuello del hombrecillo; pel la separa delicadamente, al tiempo que me dice:
— Nachak‘in ya no, porque hoy es mañana.
Luego llama con suavidad a Jova; la anciana viene sumisa hasta el hombre; él la toma por la cintura y así permanece.
— Hoy no trabaja de día la Jova… A la noche sí, porque a ella toca subir a la hamaca de Kai-Lan.
Después con palabras breves y cortadas, habla a Nachak‘in, quien se ha separado un poco del grupo. La bella e imperiosa, ahora dócil y humilde, va hasta el fogón para ocupar el sitio que dejó Jova, la ―kika‖ en turno.
Me dispongo a partir; regalo a las mujeres unos peines rojos y un espejo, ellas agradecen con sonrisas blancas y anchas.
Kai-Lan me obsequia con un pernil de sarahuato que se escapó de la chamusquina. Yo correspondo con un manojo de cigarrillos.
Salgo hacia el ―caríbal‖ del caballero Pancho Viejo. Kai-Lan me acompaña hasta el ―picado‖. Cuando pasamos frente al templo, el lacandón se detiene y, señalando hacia el ara, comenta:
— No hay en toda la selva uno como Kai-Lan para hacer dioses… ¿Verdad que salió bueno? Mató a la tormenta… Ve, en la pelea perdió su bonita cola de quetzal y la dejó en el cielo.
En efecto, prendido a la copa de un ―ramón‖, el arco iris esplende…

LA CABRA EN DOS PATAS


En un recodo de la vereda, donde el aire se hace remolino, Juá Shotá, el otomí, echó raíces. Entre el peñascal, donde el sol se astilla, el vagabundo hizo alto. Una roca le brindó sombra a su cuerpo, como el valle le ofreció reposo y deleite a su vista. En torno de él, las cañas de maíz crecían si acaso dos cuartas y se mustiaban enfermas de endebleces. El indio fue testigo impávido de las lágrimas y del sudor vertidos sobre la sementera para apagar la sed de los sembradíos y el hambre de los sembradores.
Pegado a la roca, aclimatado como los árboles peruleros, viviendo como el maguey, sobre la epidermis de un manto calcáreo, Juá Shotá hacía su vida a un ritmo vegetal.
Ofrecía al peregrino una jícara de pulque, en los precisos instantes en que las piernas flaqueaban y la lengua se pegaba al paladar. La gratificación por el servicio era modesta, aunque constante, tanto, que un día del peñasco brotó un techado que era flor del temple, nata del clima. Un techado que se ofrecía todo al caminante, quien nunca soslayaba la satisfacción de permanecer un ratito bajo su sombra.
Cuando al fondo del jacal apareció un armazón de maderos atados con cabos de fibra de lechuguilla y sus huecos cubiertos con botellas de etiquetas polícromas: ―limonada‖, ―ferroquina‖, ―frambuesa‖, o con paquetes de cigarros de tabaco bravo o con latas de galletas endurecidas o con mecapales y ayates —utensilios estos últimos indispensables en el ventorro, cuya clientela de cargadores y buhoneros los reclamaba—, entonces llegó María Petra, obediente al llamado de Juá Shotá, su marido.
Una tarde, de entre los peñascos, como un hongo, surgió la mujer. Venía fatigada; sobre su frente caían madejas negras de pelo; su cuerpo trasudaba la manta que lo cubría; los pies endurecidos se montaban alternativamente uno sobre otro buscando descanso. Doblegada por el peso de la impedimienta envuelta en un ayate, las tetas campaneaban al aire. La viajera no traía las manos vacías; en ellas jugaba un malacate que torcía, torcía siempre un cordel que acariciaba pulgar e índice; hilo de ixtle, que es urdimbre y es trama de la vida india.
Juá Shotá salió a su encuentro y tuvo para ella palabras de bienvenida. Luego preguntó por algo que no veía; ella, haciendo una mueca, se descargó y del bulto extrajo un atado del que brotaban vagidos. A poco Juá Shotá acariciaba a la hija desmedrada y feúcha María Agrícola.
La madre, sin osar mirarlos, sonreía.
La grieta donde se encajaba la vereda se fue ensanchando al paso del atajo de años. La venta de Juá Shotá había crecido y cobrado crédito: caminante que pasaba por aquella vía huraña, caminante que detenía su paso en el tenducho para echar al gaznate un trago de aguardiente o para refrescarse con una tinajilla de pulque. Juá Shotá era ya un hombre gordo, de ademanes y decir desparpajados. Vestía ropa blanquísima y calzaba huaraches de vaqueta. Para estar a la altura de su nueva condición, había traducido su patronímico, ahora la clientela lo conocía por don Juan Nopal. En cambio, María Petra se agostaba en las duras labores de puerta adentro, en lucha eterna con los pétreos cachivaches que formaban el menaje doméstico.
La niña creció entre riscos y abras. Sus carnes cobrizas asomaban por entre los guiñapos que vestía, la cara chata hacía marco a los ojos de cervatilla y su cuerpo elástico combinaba líneas graciosas con rotundeces prietas.
María Agrícola vivía aislada del mundo; don Juan Nopal y María Petra, el uno absorbido por las atenciones del ventorro y la otra entregada a los cuidados del hogar, se olvidaban de la rapaza, quien pasaba todo el día en el campo. Allí corría de peña en peña, mientras llevaba el ganado al abrevadero. Comía tunas y mezquites; reñía con el lobo, espantaba al tigrillo y lapidaba, despreciativa, al pastor su vecino que con sospechosas intenciones trató, más de una vez, de salirle al paso. Cuando la tarde se iba, echaba realada y canturreando una tonadita seguía a su rebaño, para dejarlo seguro en el corral de breñas, no sin antes conjurar a las bestias dañinas con palabras solemnes y misteriosas. Entonces regresaba a casa, consumía una buena ración de tortillas con chile, bebía un jarro de pulque y se echaba sobre el petate, cogida por las garras del sueño.
La clientela de don Juan Nopal iba en aumento. Por la venta desfilaban los caminantes: arrieros de la sierra, mestizos jacarandosos y fanfarrones, que llegaban hasta las puertas del tenducho, mientras afuera se quedaban pujando al peso de la carga de azúcar, de aguardiente o de frutas del semitrópico, las acémilas sudorosas y trasijadas. Aquellos favorecedores charlaban y maldecían a gritos, comían a grandes mordidas y bebían como agua los brebajes alcoholizados. A la hora de pagar se portaban espléndidos.
O los indios que cargaban en propios lomos el producto de una semana entera de trabajo: dos docenas de cacharros de barro cocido, destinados al tianguis más próximo. Ocupaban aquellos tratantes el último rincón del ventorro. Ahí aguardaban, dóciles, la jícara de pulque que bebían silenciosamente. Pagaban el consumo con cobres resbaladizos de tan contados, para irse, presto, con su trotecillo sempiterno.
O los otomíes que, en plan de pagar una manda, caminaban legua tras legua, llevando en andas a una imagen a la que escoltaban diez o doce compadritos, los que, por su cuenta, arrastraban una ristra de críos, en pos del borrico cargado con dos botas de pulque cada vez más ligeras, ante las embestidas de los sedientos. Entonces los cohetes reventaban contra el cielo, las mujeres gimoteaban llenas de piedad y los hombres alternaban alabanzas con canciones muy profanas, acompañadas por una guitarra sexta y un organillo en melódica pugna. Llegados a donde Juan Nopal, se olvidaban del pulque para dar contra el aguardiente. A poco aquello echaba humo; los hombres festejaban a carcajadas la fábula traviesa y la ocurrencia escatológica o se empeñaban en toscos juegos de manos. Las hembras se apretaban unas contra otras y, con la vista vidriada por las lágrimas vertidas, seguían bebiendo con el mismo fervor con que elevaban plegarias y jaculatorias. El santo de las andas yacía maltrecho en medio del recinto.
O la caravana que acompañaba a un cadáver de tres días, encaramado sobre los hombros de los deudos que íbanse turnando periódicamente. A un cadáver que había trepado montañas, atravesado valles, vadeado ríos y oscilado en la negrura de los abismos, con afán de cortar la distancia medianera entre el pueblito perdido en la sierra y la cabecera del municipio donde el ―derecho de panteones‖ constituía el tributo más productivo. Esta multitud doliente llegaba a la casa de Juan Nopal y, después de repetidas libaciones por ―la saud del fiel difuntito‖, limpiaba la bodega, mientras el féretro, tendido en medio camino, tronaba macabramente.
Con aquella clientela, Juan Nopal hacía su vida. La paz cubría el techo del hogar montero. El horizonte se hacía mezquino, porque se estrellaba en la falda del cerro interpuesto entre los terrenos del otomí y el valle anchuroso.
Cuando aquella pareja instaló su tienda de campaña frente al ventorro de Juan Nopal, éste, sin saber por qué, sintió hacia los recién llegados una gran simpatía. El hombre era de un color blancucho, prominente abdomen y movimientos un poco amanerados. Usaba lentes como aquellos tipos que tanto hacían reír al indio, cuando los miraba retratados en los periódicos que casualmente llegaban a sus manos.
Todas las mañanas, el nuevo vecino salía paso a paso en busca de piedras, que traía después a su tienda. Por las tardes remolía los pedruscos y observaba el polvo cuidadosamente.
Ella era una joven delicada y tímida. Su físico no cuadraba con la indumentaria: pantalones de burda tela que hacían resaltar grotescamente las protuberancias glúteas, para regocijo de Nopal y de su clientela; botas de cuero aceitado y un sombrero de paja que se ataba al cuello con un listón rojo. Sin embargo, cuando el dueño del ventorro observaba las desazones que la vida cerril provocaba a la mujercita, sentía por ella inexplicable compasión.
El hombre parecía más acostumbrado a las molestias de la rusticidad; iba y venía con pasos inalterables. En ocasiones cantaba con voz ronca y potente algo que a Juan Nopal le parecía muy cómico.
Las actividades del extraño tenían intrigado al indígena. Los arrieros serranos le dijeron que, por las botas, los pantalones bombachos y el sombrero de corcho, se podía sacar en claro que el vecino era ingeniero. Desde ese día don Juan Nopal señaló al hombre de la casa de campaña con el nombre de ―ingeniero‖.
Una tarde, María Agrícola llegó sofocada.
— Eh, viejo —dijo al padre en su lengua—, ése, al que tú llamas ingeniero, me siguió por el monte.
— Querría que le ayudaras a coger esas sus piedrotas que a diario pepena…
— ¿Piedrotas? No, si parecía chivo padre… Daban ganas de persogarlo con bozal debajo de un huizache y voltearle en el lomo un cántaro de agua fría…
Los ojos del indio se encapotaron.
El ―ingeniero‖ entró en la venta. Pidió limonada y empezó a beberla lentamente. Habló de muchas cosas. Dijo que era minero, que venía a buscar plata entre el lomerío. Que su esposa lo acompañaba nada más para servirlo… Que era rico y poderoso.
El indio sólo escuchaba: ―Puesto que mucho habla, mucho quiere‖ —rumiaba para sí la sentencia que le enseñaron sus padres—. ―Pero el que mucho habla, poco consigue‖, agregaba como coletilla de su propia cosecha.
Cuando María Agrícola pasó frente a ellos, el indio notó en el ―ingeniero‖ un sacudimiento y descubrió en sus ojos el brillo inconfundible.
Al otro día, el hombre repitió la visita, sólo que esta vez venía acompañado de su esposa. A don Juan Nopal le cautivó la suavidad de modales de la hembra, igual que la tristeza que había en el fondo de sus ojos verdes. La voz apagada de ella acarició el oído del ventero, al mismo tiempo que las manos largas y transparentes atrapaban su voluntad. Esa tarde la visita del minero fue grata.
Las estancias del ―ingeniero‖ en la tienda menudeaban. Bebía limonada mientras decía cosas raras que el indio apenas si penetraba… Más, de todas suertes, reía y reía por lo mucho de cómico que encontraba en el palique.
— Bien, don Juan —dijo el minero por fin—, tengo para ti un buen negocio.
— Tu mercé dirás —respondió el otomí.
— ¿Está muy caro el ganado por acá? ¿Cuánto, por ejemplo, sale costando una cabrita?
— El ganado en esta tierra no se vende. Los pocos animales que tiene nosotros, los guardamos para cuando nos toque la mayordomía del Santo Nicolás, al que rezamos los de Bojay que es mi tierra, allá, trastumbando el cerro más alto que devisas detrás de las ramas de aquel pirul… O para el día en que vesita el Santo Niño del Puerto.
Entonces hacemos matanza y no respetamos ni las cabras de leche, porque viene harta gente.
— Bien, bien, ¿pero si yo te ofrezco diez pesos por una cabrita, tú serías capaz de vendérmela?
— Pos pué que ni así —respondió el indio aparentando pocas ganas de tratar.
— Diez pesotes, hombre; nadie te dará más… Porque lo que yo quiero pagar más bien es un capricho.
Don Juan no respondió; pero hizo una mueca que, de tan equívoca, cualquiera la hubiese tomado por una aceptación.
— Hay entre tu ganado, don Juan, una cabra que me gusta mucho, tanto, que ya ves el pago que por ella te ofrezco.
— Si tu mercé la queres, tienes que pagarme en centavos y quintos de cobre… A nosotros no me gusta el billete.
— En cobres tendrás los diez pesos, hombre desconfiado
— Si ya tu mercé tienes visto el animalito, vé por él al monte.
— Solo que —dijo el minero con desfachatez— la cabra que yo quiero tiene dos patas.
— Ja, ja, ja, —rió el indio estrepitosamente—. Y yo que no quería creer a los arrieros serranos, ora sí estoy cierto; tu mercé estás loco… ¡y bien loco! Chivas con dos patas. ¡Será la mujer del demonche, tú!
— Chiva de dos patas llamo a tu hija… ¿No lo entiendes, imbécil? —preguntó amoscado el forastero.
El indio borró la sonrisa que le había quedado prendida en los labios después de su carcajada y clavó la vista en el minero, tratando de penetrar en el abismo de aquella propuesta.
— Di algo, parpadea siquiera, ídolo —gritó enojado el blanco—. Resuelve de una vez. ¿Me vendes a tu hija? Sí o no.
— ¿No te da vergüenza a tu mercé? Es tan feo que yo la venda, como que tú la merques… Ellas se regalan a los hombres de la raza de uno, cuando no tienen compromisos y cuando saben trabajar la yunta.
— Cuando se cobra y se paga bien no hay vergüenza, don Juan —dijo el ―ingeniero‖ suavizando el acento—. La raza no tiene nada que ver… y menos cuando se trata de la raza que ustedes los indios quieren conservar… ¡Bonita casta que no sirve más que para asustar a los niños que van a los museos!
— Pos las chivas de esa clase no ha de ser tan feas, ya que tu mercé te interesas tanto por una.
— Te he dicho que es tan sólo un capricho mío… A lo mejor tú sales ganando un nieto mestizo. Un hijo de blanco que será más inteligente que tú. Un mestizo que valdrá más de diez pesos en cobres.
— No, ese ganado no está a la venta —repuso don Juan con un tonillo que denotaba no haber entendido o no haber querido entender las últimas palabras de su cliente.
— Se necesita ser estúpido para no tratar. En la costa regalan a las indias vírgenes, sólo con la esperanza de que tengan un hijo blanco, porque aquella gente entiende que la mezcla de los hombres es tan útil como una buena cruza en los ganados; pero ustedes los otomíes son tan cerrados, que ni pagándoles acceden a mejorarse.
Ahora en los ojos de don Juan había una chispa. Chispa en la que no reparó en su fogosidad el blanco.
— Bueno, en vista de tu necedad, doblo la oferta. Veinte pesos por ella. ¡Veinte pesos en cobres de a cinco! No, no me la voy a llevar, porque las criadas en la ciudad son inútiles y puercas. Solamente quiero que le digas que se bañe y que la aconsejes para que no sea mala conmigo, que no me arañe ni me tire de patadas… Después te la dejo. No pago más que el silencio, porque a mí no me convendría que nadie se enterara, ¿sabes? —dijo mientras miraba hacia la tienda de campaña, donde la mujer blanca recosía ropa, sentada cerca de la puerta.
— No, tu mercé eres mala gente. Ya te digo que por‘ay no l‘entro… ¡Y de paso, pos pagas tan pocos fierros!
— Veinticinco pesos en cobres… En cobre, oíste —ofreció terminantemente el comprador.
— Te voy a enseñar a tu mercé a tratar ganados —dijo pachorrudamente el otomí, mientras sacaba una bolsa gruesa del cajón del mostrador—. Aquí hay cien pesos en cobres… Y como yo creo con tu mercé que las cruzas son buenas, quisiera yo también mejorar mi casta. Pero la mía, no la ajena. Cien pesos que te doy por tu mujer. Tráimela, yo no pongo condiciones… Aunque me arañe, me muerda y me patié. Yo no pago el silencio, eso te lo doy de ribete; puede tu mercé contarlo a todo el mundo. Tampoco te pido que la bañes, déjamela así.
Entonces el que permaneció en silencio fue el ―ingeniero‖.
— Tu mercé te la llevas, a mí aquí en el monte no me sirve… ¡Capaz de que se quebré! Tu mercé cargas con ella; pero eso sí, con la garantía de que pronto tendrás un mestizo bonito y trabajador que te diga papá… Son buenas las cruzas de sangre; pero lo mejor de ellas es que se pueden hacer lo mesmo de macho a hembra que de hembra a macho… ¿O qué opinas tu mercé?
— Pero esto es bestial… Se te ha soltado la lengua, ídolo.
— Resuelve luego —continuó Juan—, porque yo cuando me alboroto luego me da por retozar. Cien pesos en cobres; nenguna de dará más, porque está tan canija, si apenas con su peso levanta la vara de la romana. No merco ni la carne ni el pellejo, sólo te compro a tu mercé el modito de ella… Pero si no te gusta este trato, tengo otro que proponerte… ¡Tú dirás!
La mirada de ambos coincidió entonces en un solo punto. Cuatro ojos se clavaron en un machete que colgaba del mostrador al alcance de la mano del indio.
— ¡Cien pesos por un modito, señor ingeniero! —repitió con retintín don Juan. En su boca había una sonrisa que rivalizaba en frialdad con la hoja de acero.
A la mañana siguiente, don Juan Nopal se sorprendió de no encontrar frente a su casa la tienda de campaña del ―ingeniero‖. Había sido desmontada precipitadamente antes de la media noche. El amanecer había sorprendido a los fugitivos blancos en la cumbre el cerro de ―El Jilote‖.
María Agrícola, irguiendo el cuerpo fino y flexible, como las armas de los flecheros, dejaba que el aire revolviera el negror de sus trenzas, mientras veía cómo una polvareda se alzaba por allá, cerca de la barranca de ―El Cántaro‖, punto cercano a la vía del ferrocarril.

lunes, 21 de enero de 2013

NUESTRA SEÑORA DE NEQUETEJÉ


El ―test de la psicoanalista nos interesó a todos. Ella había llevado a la expedición un álbum con reproducciones de obras maestras de la pintura. Ahí estaban, por ejemplo, la rolliza y saludable Lavinia de Ticiano; el Napoleón de David con el índice erecto, el gesto brioso y jinete en potro plateado; la Giocinda de Leonardo de Vinci, sonriente al arcano; la Isable de Valois, a quien Pantoja de la Cruz colmó de prestigio y realeza en muecas y joyas; el ―Hombre‖ visto por Theotocópuli; el ―Sollozo‖ de Siqueiros, donde la mujer empuña el dolor en escalofriante actitud; el patético ―Tata Jesucristo‖ de Goitia; el ―Zapata‖ de Diego, santón bigotudo, baqueano de hambrientos y portaestandarte de causas albeantes como los calzones blancos y la blanca sonrisa de los indios; la ―Trinchera‖, encrucijada de tragedia y nidal de maldiciones, en que José Clemente Orozco vació la intención en forma y erigió la protesta en colores y, en fin…
Los indígenas de aquel lugarejo —Nequetejé—, de aquella aldehuela perdida en las rugosidades de la Sierra Madre, miraban y miraban con admiración callada las láminas que despertaban en ellos excelencias y calidades agazapadas entre el moho de sus afrentas y el humazo de sus recelos. La vista punzante sobre los cromos y en las pupilas dilatadas por el pasmo, las gamas, los tonos y las formas reflejadas con la misma saña, con la misma furia con que el impacto estético había lesionado más los corazones que los cerebros.
Después del asombro, una reacción nueva que ya no era el aturdimiento ni la maravilla, sino el estupor hierático, sordo, desconcertante.
Cuando la psicoanalista arrancaba de su arrobamiento a los sujetos, con preguntas tendientes a clarificar los enigmas, los indios no eran elocuentes: dos o tres monosílabos jalados con trabajo, que denotaban evidentemente una predilección hacia la forma sobre el color, al que hacían —en su valoración de la obra de arte— preceder a la composición y al significado, los que, en todo caso, tomaban un sitio menor en sus apreciaciones, quizás por lejanía o tal vez por armonía de concepto… Pero lo que resultaba inconcuso, era el interés que aquellas geniales máculas despertaban en los llamados ―primitivos‖ por los antropólogos, ―retrasados‖, según el concepto de los etnólogos, o ―prelógicos‖ en opinión de nuestra gentil compañera de investigación, la freudiana psicoanalista.
Era de ver cómo los padres llevaban en caravanas a sus hijos, cómo los ancianos dirigían sus trémulos pasos hacia la escuelita rural en donde habíamos instalado nuestro laboratorio, cómo todos se echaban sobre el pupitre en el que descansaba el álbum y cómo cada estampa era recibida con emoción general que hacía rumor y provocaba palpitaciones inocultables. Había en particular una lámina que incitaba la admiración colectiva:
―Ésa es la más chula‖… ―La más galana‖, solía escucharse cuando pasaba ante los ojos alucinados.
―Linda como ninguna‖, decían voces ensordecidas de timidez… Y la Gioconda acentuaba su mueca absurda de esfinge sonriente, elocuentemente indescifrable; luminosamente oscura. ―Es la más hermosa.‖
Ante la clara tendencia, la psicoanalista hacía un alto y entregaba la emoción de los indios a nuestro estupor… Era cuando ella, igual que Monna Lisa, sonreía, pero con una sonrisa inocua y transparente, sonrisa de triunfo, porque, según su ciencia y su saber, había agarrado el cabo al complejo colectivo.
Ya en México visité un día a la psicoanalista; deseaba ardientemente conocer las conclusiones alcanzadas con el ―test‖ de la pintura. Ella se mostró animosa y optimista, porque la prueba había resultado convincente; los indios pames admiraban la forma y gustaban del color, al tiempo que desdeñaban las excelencias de la composición y no advertían, tal vez, el fondo del concepto creador…
Pero había algo que positivamente significaba una diversificación curiosa, una peculiaridad que no cabía en las estadísticas, que era imposible transformarla en guarismos e incrustarla entre las austeras columnas que formaban en los cuadros y en los estados; era algo que escapaba al método, que huía de la técnica en la misma forma en que un pensamiento resbala ante un detector o una fragancia escurre frente al ojo de una cámara oscura. Era la admiración, el anonadamiento que la Gioconda produjo en el ánimo de los pames.
— Es positivamente extraño, porque ni es la más brillante en cuanto a color, ni es tampoco la más sugestiva en la forma. Lo que los ha impresionado de la obra maestra de Leonardo es quizás su equilibrio, su serenidad… — me atreví a conjeturar.
La psicoanalista sonrió ante mis empíricas estimaciones; había en su actitud un aire de compasión, un gesto de misericordia zaheridora, que me hicieron enmudecer. Entonces ella, frente a mi perplejidad, dio a luz su teoría.
— Se trata, amigo mío, de un estado neurótico colectivo… de una etapa bien definida dentro de la biogenética. Sí —reafirmó—: el primitivo, con su alma encapotada de misterio, ofrece sorpresas apasionantes… Su pensamiento es tenebroso para el resto de los demás, por contradictorio. El primitivo, como el niño, goza sufriendo, ama odiando y ríe gimiendo. Nuestros indios de Nequetejé no podrían escapar a la ley psicológica. El hombre bárbaro contemporáneo nuestro es un racimo de complejos; razona por simple análisis, porque carece del don de la síntesis, que es el patrimonio de las altas culturas. En este caso, han quedado hechizados —no es otra la palabra— por la imagen de la Gioconda.
En ella se han visto como si el pueblo entero hubiese pasado, uno por uno, frente a un espejo. ¿No hay en el gesto indefinido, indeciso de Monna Lisa un soplo de arcano semejante al que palpita en una sonrisa de indio o en la mueca que antecede al llanto de un niño? ¿No advierte usted en la frente de la Gioconda la serenidad que campea en el rostro de los pames? ¿No le recuerda la amarillenta epidermis de ella el color de la carne de nuestros indios? ¿No es su tocado semejante al de las mujercitas de Nequetejé? ¿No son los paños que exornan la maravillosa creación semejantes al traje de gala que lucen las indias en días de fiesta? ¿No le recuerda el paisaje de fondo, roquerío bravío, al panorama yermo de la sierra pame?
— En verdad —contesté un poco desconcertado—, todo eso me parece muy sugestivo, pero…
— Va usted a verlo, busquemos la reproducción y usted mismo comprobará lo dicho por mí.
Y los dedos finos y acicalados de la mujer se dieron a hojear el álbum en busca de la Gioconda. Pasó ante nuestros ojos una vez, dos veces, toda la colección de láminas sin que entre ellas apareciera la buscada.
La joven técnica clavó en los míos sus ojos llenos de sorpresa, al tiempo que me decía casi con entusiasmo:
— ¡Ha desaparecido…! ¡Se la han robado, ve usted!
— ¿Pero está usted segura de que fueron los indios?
— Sí, absolutamente segura; nadie más que yo ha tocado el álbum desde nuestro regreso de Nequetejé. Yo misma no lo había hojeado después de la última prueba… No me cabe duda, ellos han sido… Mire, para no estropear el cromo, han tenido que remover los tornillos… Oh, sí, a éste le falta una tuerquita, quizás no tuvieron tiempo de enroscarla…
— Es lamentable que se haya descompletado tan precioso ―test‖ —dije muy neciamente.
— El hecho es elocuentísimo y, para alcanzarlo, daría yo una docena de álbumes como éste… ¿No se da usted cuenta de que el robo confirma plenamente mi deducción de psicología colectiva?
Después, ignorándome, ella abrió un cuaderno y se enfrascó en un mar de anotaciones.
Un año más tarde hubo necesidad de hacer algunas enmiendas y verificar ciertos informes vagos para publicar el fruto de nuestras investigaciones; entonces volví a Nequetejé. Esta vez recibí albergue en la sacristía de la capilla. Ahí se me improvisó una alcoba incómoda, sórdida y fría. El capellán, recién llegado también, era un viejecito amable y hospitalario, con el que desde el primer momento hice amistad. Me informó que hacía veinticinco años que los
pames de la región no habían tenido párroco y que él se había echado a cuestas la tarea de reorganizar la iglesia a sus servicios.
— Qué triste ha de ser, señor, vivir en tan apartado y solitario lugar— le dije.
— El pastor, amigo mío —me contestó—, no mira al paisaje cuando el rebaño es grande y asustadizo.
Salí a la placita de la aldehuela para disfrutar unos instantes de la frescura bajo la sombra de los fresnos. Pronto mi presencia intranquilizó a la gente. Una anciana se llegó hasta mí y con voz plañidera me dijo:
— Todos sabemos a lo que vienes, cuídate…
Y sin esperar más, se marchó pasito a pasito. Sus pies, desnudos y entorpecidos, mejor que huellas hacían surcos sobre la faz arenal.
Luego fue un hombre adulto y mal encarado quien se acercó a mí; de su hombro izquierdo pendía un machete campero.
— Si te sales con la tuya, pagarás con el pellejo —dijo con un acento ronco e inhábil.
— ¿Pero de qué se trata? —pregunté.
— Sólo eso te digo… Si te encaprichas, no saldrás con vida de Nequetejé —agregó en tono determinante.
Después escupió grueso y se marchó.
A poco, grupitos pavorosos de tres o cuatro hombres me rodearon; en las puertas de los jacales las mujeres me veían con ojos poco tranquilizadores. Me acerqué a una de ellas y, ante su insistencia en mirarme, le pregunté:
— ¿Qué me ven?
— No más pa mirar, a qui‘horas de lo mueres, ladrón —contestó con una sonrisa aguda como la espina de un maguey.
El crepúsculo irrumpía entre un bosque de gorjeos y de rumores. Sonó la primera llamada al rosario. Aproveché el instante en que la paz se cuajaba al conjuro de la esquila y me dirigí a la sacristía. En esos momentos, el capellán se calaba el sobrepelliz percudido y echaba sobre su nuca la estola trasudada y raída. Me sonrió al tiempo que comentaba:
— En estos andurriales, hasta los oficios eclesiásticos resultan una distracción… ¿No es verdad, hijo mío?
Yo no respondía. Fui hacia el templo. Fragancias de copal y mirra dieron contra mis narices; volutas de humo subían desde los incensarios y braseros hasta la bóveda, que cubría a una multitud prosternada y en actitud de fe inenarrable. Media centena de fieles de todas edades se asociaban en un culto común, categórico, contagioso. La iglesia era paupérrima; muros encalados, pisos de ladrillo poroso y revenido, ventanas apolilladas y vidrios estrellados; presbiterio estrecho y deslucido altar de yeso descascarado y tabernáculo humedecido y negro. Un cristo moreno, menudito e indiado, pendía de una cruz forrada con rosas de papel desteñido. El resto del templo desnudo, gélido, miserable… menos un retablo enclavado en el crucero, hacia la derecha. Ahí había un ascua parpadeante, solemne, que nacía de velas y candilejas: el altarcillo exornado con un mantel blanquísimo, bordado ricamente; esferas multicolores, ramos de verdura y florecillas montaraces, y arriba, una imagen enmarcada en un cuadro de recia madera de mezquite, del que pendían manojos de exvotos de plata…
¡Pero qué veían mis ojos…! Sí, era ella, nuestra Gioconda, la imagen robada del ―test‖ de la psicoanalista. Sí, no cabía duda, ahí estaba, deidificada a otorgando mercedes a su grey, como lo demostraba la argentina milagrería que colgaba del ancho marco y el fervor con que aquella gente se postraba a sus plantas.
Los fieles habían dado la espalda al cristo indiano para entregar el rostro a la estampa florentina, de la que la mística se había prendido con increíble fortaleza. Contemplé breves instantes aquel hecho, mas pronto me di cuenta del peligro que yo corría, cuando aquella pequeña multitud se diera cuenta de mi presencia y supusiera que venía a rescatar el cromo robado y llevarlo conmigo. Di media vuelta y torné a la sacristía. Cuando el capellán advirtió mi turbación, me habló del caso:
— Sí, amigo mío, es todo un acontecimiento pagano… Tanto como usted, conozco el origen del cromo. Cuando llegué a este pueblo ya lo encontré entronizado y en el acto traté de retirarlo de la iglesia, pero el intento se frustró frente a una oposición que llegó a tener características agresivas. La llaman Nuestra Señora de Nequetejé y aseguran que es milagrosa como ninguna advocación de la Virgen Santísima; su culto se ha extendido entre los indígenas de muchas leguas a la redonda, que vienen a verla en procesiones, en peregrinaciones nutridas y fervorosas; le cantan loas frente a su altar y ejecutan en honor de ella danzas pintorescas. Sienten por el cromo devoción ciega que será muy difícil arrancarla de los corazones, a riesgo de que en el intento se lesione un sentido generalizado y por eso respetable. Ahora, débil de mí, soslayo el problema y me preparo para encauzar esa fe hacia la verdad, un día, cuando el Señor me lo permita… Mientras tanto, los dejo en su inocente error. ¡Si hago mal, que Dios me lo perdone!
Dentro de la capilla había brotado un coro de alabanzas a la virgen pura e inmaculada. Monna Lisa, la casquivana, la jovial mujer del viejo Zanobi el Giocondo, sonreía a esta nueva aventura, la más portentosa de su historia, más sublime que aquella en que el genio del de Vinci la iluminó con luces inmortales, más extraordinaria que su sonado rapto del Museo del Louvre… Ahora, en Nequetejé, hacía milagros y le atribuían, con la virginidad, ser madre de Dios.
En el laboratorio de México, la investigación pretendía haber extractado en una cifra escueta, en un número muchas veces menor que la unidad, toda la sustancia del hecho para ilustrar con él una conclusión científica, que exhibiera ante propios y extraños el alma de los indios de México.
Mientras tanto, allá en Nequetejé, arden los cirios del fervor y las lámparas alimentadas con la esencia de la esperanza.

LA VENGANZA DE CARLOS MANGO


Atardecía en Chalma. Era la víspera del día de Reyes. Sobre las baldosas de cantera rosada que cubren el piso del atrio del Santuario, habían desfilado muchas ―compañías‖ de danzantes: los otomíes de las vegas de Meztitlán ejecutaron, en su turno y al son de los tamboriles y pitos de carrizo, el baile bárbaro de ―Los Tocotines‖; los matlazincas de Ocuilán ensayaron la danza de ―La Mariposa y la Flor‖, con melodías de violines y arpas; los pames de San Luis, cubiertos sus rostros con máscaras terribles y empenachados de plumas de águila, lucieron sus trajes de lustrina morada y amarilla en la danza de ―La Conquista‖, entre alaridos calosfriantes y guaracheo rotundo. Una cuadrilla de muchachas aztecas de Mixquic, llenas de encogimientos y rubores, ofrendaron al trigueño crucificado retablos floridos e incensarios humeantes de mirra. Un caballero tepehua del norte de Hidalgo, metido en levita porfiriana y cubierto con cachucha de casimir a cuadros, había puesto a prueba la habilidad de sus pies desnudos en una pantomima estridente y ridícula. La orquesta de tarascos llegada desde Tzintzuntzan ejecutó durante largas horas ―Nana Amalia‖, esa cancioncilla pegajosa que habla de amores y de ―sospiros‖.
Ahora que atardecía en Chalma, ahora que el estupendo crepúsculo ondeaba en la cúspide de las torres agustinas como un pendón triunfal, estaban en escena los mazahuas de Atlacomulco. Danzaban ellos ante el Señor farsa de ―Los Moros y Cristianos‖, de coreografía descriptiva y complicada; simulábase una batalla entre gentiles y ―los doce Pares de Francia‖, que encabezaba nada menos que el ―Emperador Carlos Mango‖, ataviado con ferreruelo y capa pluvial, aderezada con pieles de conejo a falta de armiños, corona de hojalata salpicada de lentejuelas y espejillos, pañuelo de percal atado al cuello y botines muy gastados, sobre medias solferinas con rayas blancas, que sujetábanase con la jareta de los pantalones bombachos. ―Carlos Mango‖ habíase echado sobre el rostro lampiño unas barbazas de ixtle dorado, y en sus carrillos de bronce, dos manchones de arrebol y un par de lunares pintados con humo de ocote.
El resto de la comparsa lo integraban ―moros‖ por un lado y ―cristianos‖ por el otro, los unos tocados con turbantes y envueltos en caftanes de manta de cielo, en sus manos alfanjes y cimitarras de palo dorado con mixtión de plátano; los otros, apuestos caballeros galos, con lentes deportivos ―niebla de Londres‖ y arrebujados en capas respingonas al impulso del estoque de mentirijillas; monteras de terciopelo con penachos de plumas coloreadas con anilinas, polainas de paño y, por chapines, guaraches rechinadores y estoperolados.
El aspecto y el además de ―Carlos Mango‖ ganaron mi simpatía; lo seguí en todas sus evoluciones, en su incansable ir y venir, en sus briosas arremetidas contra los ―infieles‖, en la arrogante actitud que tomó cuando las ―huestes cristianas‖ habían dispersado a la morisma y al recitar con voz de trueno esta cuarteta: 
Detente moro valiente,
no saltes el muralla,
si quieres llevarte a Cristo,
te llevas una tiznada…
y finalmente, cuando una vez terminada la danza, ya al pardear, de rodillas y corona en mano, rendía fervores al crucificado de Chalma en medio de la nave del Santuario. Después lo vi salir altivo, las barbas y la peluca rubias enmarcaban unos ojos negros y profundos; la nariz chata, fuerte, sentábase sobre los bigotes alacranados que se desbordaban sobre una bocaza abierta aún por el jadeo, resultado de la acalorada danza recién concluida.
Salió mi hombre del templo. Pude comprobar cómo su presencia impresionaba, igual que a mí, a sus paisanos los mazahuas que se hallaban dispersos en el atrio. ―Carlos Mango‖ saludaba a la multitud con grandes ademanes; un chiquillo se llegó hasta las piernas robustas del danzante y tocó con veneración las pieles que adornaban el atavío maravilloso; mas ―Carlos Mango‖ apartó con dignidad al impertinente y se dirigió hacia un extremo del atrio, en donde un grupo de mujeres y niños habíanse acurrucado unos en otros, echados sobre el suelo, tratando de conservar lo mejor posible el calorcillo que generaba la hoguera a la que alimentaban con ramas resinosas.
A poco, mi admirado personaje hacía añicos sus propios encantos. Ante mis ojos sorprendidos, el hombre se arrancó la artificiosa pelambre alazana y quedó convertido en un anciano de rostro cansado y lleno de hondas arrugas; en su boca había relajamientos de vejez y sólo sus ojos manteníanse vivos, brillantes. Una mujer lo ayudó a despojarse de los ostentosos ropajes, para dejarlo en calzón y camisa de manta; otra de sus acompañantes, muy solícita, echó sobre los hombros del viejo un pesado poncho de lana. Junto a mí, que no perdía detalle de la escena, dos indios ebrios comentaron:
— Ora sí que s‘iacabó el Carlos Mango…— Sí, ahoy ya volvió a ser el pinche de mi compadrito Tanilo Santos… Y Tanilo Santos, entre tanto, buscaba el calor de la lumbre y dejábase mirar de la gente que lo rodeaba. La noche de enero se había echado encima; los luceros del cielo invernal de Chalma cintilaban, igual que los espejos y las lentejuelas que ornaban las monteras y las esclavinas de ―los doce Pares de Francia. ―Nada atrae más en la noche que una fogata‖… Al menos esa reflexión me sirvió para acercarme al corrillo de indios del que era centro Tanilo Santos. ―Nada más estimulante de la amistad y de la cordialidad que un buen trago de mezcal‖… Al menos esa convicción me hizo tender la botella a Tanilo Santos, quien aceptó el convite en silencio y lo generalizó a las viejas que lo rodeaban; todos llevaron la botella a sus labios. Cuando Tanilo Santos se convenció de que nadie quedaba sin beber, limpió con la palma de su mano la boca de la botella y me la devolvió, sin pronunciar palabra… Yo tuve entonces a seguridad de que Tanilo Santos había mordido la carnada y estaba íntegro en mis manos. Mañosamente me separé del grupo y me dirigí hacia la balaustrada del atrio que mira al río. A mis pies el torrente rugía, las aguas bravas tomaban la curva para abrazar al templo que se antojaba clavado en un islote; en la otra banda, el monte espeso y sobre él, un velo de paz… Ahí aguardé confiado que mi artimaña surtiera efecto.
Pasaron largos minutos sin que ocurriera la reacción esperada… De frustrarse, era necesario urdir otra patraña para ganarme la confianza del tal Tanilo Santos. Me interesaba hablar con él, dentro de mi proyectado estudio en torno del concepto que de la divinidad tienen los indios de la altiplanicie… En Tanilo Santos había yo creído descubrir al tipo entre patriarca y santón, entre autoridad y hechicero, con influencias absolutas sobre su gente y, por todo ello, magnífico informante.
Ya desesperaba viendo en falla mi primer intento de trabar charla con el viejo mazahua, cuando lo miré ponerse de pie y embozarse en su poncho; luego, simulando gran indiferencia, echó a andar hasta llegar a la balaustrada, pero bien distante de mí. Así se acodó, miró las estrellas un buen rato, después volvió los ojos a la negrura donde el río se debatía y acabó por lanzar un guijarro entre las sombras. Yo lo miraba de soslayo, fingiendo no haber reparado en él; sabía que de un momento a otro Tanilo Santos vendría con ánimos de reanudar sus relaciones amistosas con… la botella de aguardiente. Pero ya estaba junto a mí; entre sus dedos palpitaba luz una luciérnaga. El hombre obsequiosamente me tendió el insecto, al tiempo que decía:
— Póngala su mercé en su sombrero.

Lo complací, pero la luciérnaga, al verse libre, emprendió el vuelo; allá fue río traviesa, era estrellita fugaz de trayectoria horizontal.
Tanilo Santos reía alegremente; yo aguardaba su demanda engreído por mi triunfo.
— ¿Va su buena persona a esperar a los de Xochimilco?
— Si, quiero oírlos cantar sus ―Mañanitas al Señor‖…
— Van a llegar al alba…
— Para uno que madruga, el otro que no se acuesta… Además la noche está hermosísima.

Tanilo Santos lió un cigarrillo de hoja e hizo el socaire con sus manos para encenderlo entre enérgicas y ruidosas chupadas.
— ¿Qué dice Atlacomulco, Tanilo Santos? —pregunté.
— Humm… Pos allá se quedó —repuso el viejo un poco desconfiado. Luego, tornado a su aspereza, se volvió hacia el río, escupió grueso y echóse sobre la barda de piedra ignorándome absolutamente.
Creí llegado el momento de esgrimir un recurso heroico: extraje del bolso trasero de mi pantalón la botella de aguardiente; la puse frente a mis ojos, la agité, le quité el corcho y olí, hice muestras muy elocuentes de mi delectación; pegué un trago, chasqueé la lengua… Todos estos movimientos fueron seguidos por la vista de Tanilo Santos, parecía un perro hambriento que aguarda el bocado. De pronto habló: —¿Y qué dice México, patroncito?
— Pues allá se quedó —repuse secamente al tiempo que sepultaba en mi bolsillo la botella. Sin más, me volví hacia el río.

Tanilo se quedó desconcertado, lo que me confirmó en mi opinión de que las cosas iban a pedir de boca.
— Porque allá en Atlacomulco andamos un poco chuecos, sabe usté… —siguió Tanilo—. A eso casualmente hemos traído la compañía. Es que don Donato Becerra se ha puesto muy malito y no lo salvará más que un milagro del Santo de Chalma… A eso hemos venido todos en junta; a pedirle que nos lo alivie… ¿Hace su frillito, verdá?
— Hace —contesté.

Entonces creí oportuno sacra a Tanilo Santos del suplicio y con ello estimular su lengua. Le tendí la botella, él bebió concienzudamente; cuando se limpiaba los labios con el dorso de la mano, me devolvió la botella; apenas la tuve conmigo, cuando ya el indio me había volteado las espaldas para tornar a su mutismo anterior.
Esperé con calma una nueva insinuación o una franca solicitud para repetir el trago; pero éstas no llegaron con la premura que hubiese yo deseado.
Una voz de mujer llamó a Tanilo Santos; él rezongó un monosílabo y quedó inmóvil, echado sobre la barda. Hubo otra nueva demanda de parte de las mujeres, que el viejo contestó en términos tan rudos, tan categóricos, que a leguas se adivinaba su significado aun desconociendo, como en mi caso, el onomatopéyico idioma mazahua. En el corrillo hubo murmullos y llantos de niño; mas Tanilo Santos permaneció impávido.
Entre él y yo se mantenía el silencio, tal si se hubieran desvalorizado totalmente mis añagazas urdidas con el sano designio de trabar amistad con Tanilo Santos, quien a medida que pasaba el tiempo volvíase más arisco. Ahora estaba encogido, hecho un ovillo liado en su poncho de colores; tosía de vez en cuando. Llegó un momento en que creí que el indio se había olvidado de mí; entonces, para recordarle mi presencia, salté hasta quedar sentado en la barda; columpié los pies y me puse a chiflar ―Nana Amalia‖. De pronto, cuando todo lo creía perdido, Tanilo Santos volvióse hacia mí:
— ¡Esas viejas! ¿No sabe su mercé de un buen remedio para la muina? Creo que se me han derramao las bilis…
— Hombre —le respondí alegremente—, para todo mal, mezcal.

Volví a entregarle la botella; reconocí que esta vez tendría que ser más adulador con Tanilo Santos, y cuando después de trasegar un trago a gorgoritos,
 insistí en que diera otro, ni este convite, ni el que siguió fueron despreciados. Tanilo Santos intentó volver a su aislamiento, mas su euforia lo traicionó: —Este milagro sí que no nos lo negará el Señor de Chalma… Gastamos más de doscientos pesos en la caminata y en arreglar la danza… ¡Usté dirá! Todos sabemos que este Señor, aunque es milagriento como todos los diablos, se ha hecho muy carero… Pero yo crio‘que el servicio que le pedimos queda muy bien pagado. ¿Verdá?
— Es claro —repuse—. ¿Me decía usted que viene a implorar por la salud de un prójimo?
— Por la salú de don Donatito Becerra… Todos los mazahuas de Atlacomulco hemos venido al Santuario no más en ese menester, pa qu‘es más que la verdá. Vea su güeña persona, semos millones —y señaló a los hombre que en grupitos salpicaban el atrio de Chalma; algunos dormían, otro en hierática actitud, sedentes, silenciosos, envueltos en sus sarapes, iguales, manchones sin volúmenes aparentes, fragmentos de greca o frisos oscuros que enmarcaban al sugestivo espectáculo de las fogatas.
— ¿Quieren mucho a don Donatito Becerra? —pregunté.
— Es bueno que se alivie —contestó el indio tras de meditar un poco la respuesta, luego añadió—: ¡Este diosito de Chalma no se va hacer el faceto…!
— ¿Donato Becerra es amigo de los mazahuas? —torné a preguntar.
— ¿Pa qué quere usté saber? ¡No sea curioso! Se lo cuento y a lo mejor va usté con el arguende a Atlacomulco.
— No, no me interesan tanto las cuestiones de ustedes. ¿Se echa otro trago, Tanilo Santos?
— Pos ya que usté si‘arma, que venga el último, hay que dejar los asientos pa l‘amanezca… ¿O qui‘opina?

Y la lengua de Tanilo Santos volvió a aligerarse.
— Hace dos meses que don Donatito cayó en el ejido mazahua de ―Gracias a Dios‖, arrió con todos los marranitos y las terneronas y le dio de guamazos al compagrito Cleto Torres… Cuando juimos todos en junta a poner la queja al Munecipio, don Donatito dijo que no y que no… que eran puras levas de l‘indidada. ¡Hágame el favor!… Pero áhi nomás que le cain en su carnicería… Ansinota era el jierro de mi compagrito Cleto Torres que tenían los cueros de las reses recién destazadas… Pos dijo que no y que no el indino de don Donatito y tanto juntó po‘aquí y tanto regó pua‘cá, que acabó por sembrarnos en la cárcel a mí y a mi compagrito Cleto Torres.
— Bueno, ¿pero es verdá todo eso, Tanilo Santos?
— Humm, yo no echaría mentiras tan cerquita del Siñor de Chalma… Pero eso no es nada. L‘otro año se le metió al endino quesque ser deputao; entonces sí nos tráiba a los mazahuas muy consentiditos. Que Tanilo Santos pua‘quí, que Tanilo Santos pu‘acá… Yo, buen baboso, le arrimé harta gente… ¡Millones, pa‘ que‘s más que la verdá! Había que ver esa plaza de Atlacomulco llena de burros y de cristianos… Mucho pulque, buena barbacoa, hartas tortillotas de maíz pinto. Camiones y carretas a los pueblos pa‘carriar a la raza; nos embriagó bonito y nos dio de tragar hasta que se nos hizo bueno, lo que sea hay que decirse… Pero áhi nomás que le sale otro candidato, a ese le decía el PRI, y naiden en todo el plan lo conocía… Pero de todas maneras a don Donatito ni los güesos le tronaron. Luego que pasó la cosa, don Donatito echaba lumbre por las orejas —¡viera usté nomás! — Y lleno de muina nos mandó en rialada. Ganamos a pata pa los ranchos… En el mero Cerrito quemado nos agarró un aguacero que á qué le cuento a usté… y desde entonces don Donatito no si‘acuerda de sus majes, si no es pa trasquilar la borregada… Dice que la Revolución y que la Revolución y que el pobretariado nacional y quesque el Sinarquismo, y al son de su argüende no sabe más que atornillarnos por donde puede… Ahí‘sta lo que pasó en Tlacotepé… don Donatito se les metió al rancho de Endhó, sacó a los inditos quesque p‘hacer colonos a los ricos del pueblo… Claro que él se echó al pico los potreros mejorcitos, al son de qu‘es amigo de los probes, de esos probes que andan pidiendo limosna ahoy en el mercado de Tlacotepé, nomás por culpa de don Donatito…

―Pero pior les pasó a los de Orocutín… Don Donatito andaba apasionado de una tórtola chula, pero que no le daba d‘alazo al viejo, como luego dicen… Poz áhi tiene usté que una noche apareció por el rancho de Maguey Blanco, onda dormía la güilota, y cargó con ella…Entonces dejó malherida a Jelipa Reyes, la madre, y amarró a Ruperto Lucas, el padre, después de jincarle una santa cueriza… A los seis meses volvió la tórtola a Maguey Blanco, ansina de panzona… La mandó a pata y sin más bastimento que‘l que llevaba adentro…‖
―Total, que por sus malas mañas, don Donatito Becerra es el hombre más rico del pueblo… ¿Y qué er‘antes? Pos triste jicarero de la casilla de mi compagrito Matías Lobato.‖
— Pero —pregunté— ¿no me dijo usted que don Donato Becerra está enfermo?
— Enfermo de mala enfermedá… Verá, en junta todititos los mazahuas, pos de plano resolvimos acabar con don Donatito, a qu‘en Dios guarde algunos meses más siquiera… La suerte quiso que los que le sonaron jueran los de Tlacotepé… y l‘otra noche, cuando el hombre estaba borracho, un pobrecito garriento se le arrimó y le pidió unos centavos; cuando don Donatito echaba mano a la bolsa, pos nomás le brotaron tres manchotas de sangre en el lomo… Del pobrecito garriento pos ni se supo onde jué a parar. Muy malo si‘ha puesto el cristiano, pero ni nosotros los de Atlacomulco, ni tampoco los de Orocutín, queremos que se pele. Si si‘alivia, pos la suerte quiso que jueran los de Orocutín quienes le den otra vez pa sus tunas… Y si por el milagro que ahoy le venemos a pedir todos en junta al Siñor de Chalma, don Donatito queda con vida, nosotros los de Atlacomulco seremos los que le suénemos, entonces sí, hasta que se le frunza pa siempre… Ora sí que, como dijo el dicho, ―a las tres va la vencida‖…
— La cosa está complicada, Tanilo Santos…
— Ni tanto… ¡El Siñor de Chalma es carero, pero cumplidorcito!

Amanecía en Chalma. Era el seis de enero, día de Reyes; por la vereda bajaban los de Xochimilco; un bosque de fregancias, una masa de colores y un eco de alabanzas los envolvía, en tanto los cohetes se elevaban hasta reventar en el cielo, como las urgidas preces de los mazahuas, de los tarascos, de loas otomíes, de los pames, de los matlazincas…