miércoles, 20 de noviembre de 2013

Fotos de primeros

Las fotografías donde apareces, es la que vas a poner en tu proyecto









martes, 29 de octubre de 2013

Fórmulas Terceros

Condición 2: si no tiene hermanos y es menor de edad debe aparecer "todavía puedes tener hermanos". Si tiene entre 1 y 3 hermanos y es menor de edad debe aparecer "tienes pocos hermanos". Si tiene entre 4 y 6 hermanos y es menor de edad debe aparecer "ya está bien la familia". Si tiene entre 7 y 10 hermanos y es menor de edad debe aparecer "Ya cierren la fábrica".  si no tiene hermanos y es mayor de edad debe aparecer "ya es muy tarde". Si tiene entre 1 y 3 hermanos y es mayor de edad debe aparecer "por poco y no tenías". Si tiene entre 4 y 6 hermanos y es mayor de edad debe aparecer "bueno, ya es suficiente". Si tiene entre 7 y 10 hermanos y es mayor de edad debe aparecer "sácatelas babuchas".
La fórmula es SI ( B2 > 17 , ( SI ( C2 = 0 , "nivel 1" , SI ( C2 < 4 , "nivel 2" , SI ( C2 < 7 , "nivel 3" , "nivel 4" ) ) ) ) , SI ( C2 = 0 , "nivel 5" , SI ( C2 < 4 , "nivel 6" , SI ( C2 < 7 , "nivel 7" , "nivel 8" ) ) ) )

Fórmulas Segundo

Segunda fórmula   =SI(C2>7,"Tiene demasiados hermanos",SI(C2>5,"Tiene muchos hermanos",SI(C2>3,"Tiene algunos Hermanos","Tiene pocos hermanos")))

Primera fórmula   =SI(B2<18 de="" edad="" mayor="" menor="" p="" s="">

viernes, 30 de agosto de 2013

buen fin de semana

Los ejercicios para matemáticas quedan para la siguiente semana.

martes, 27 de agosto de 2013

hora de lectura

Como parte de nuestra clase vamos a dedicar cada quinta hora de aula a leer.  Para esto es necesario que copies o imprimas los cuentos del libro "El Diosero", del autor Francisco Rojas González. Todos los cuentos los vas a encontrar en este blog

lunes, 11 de marzo de 2013

Municipios

esta es la fórmula   SI (I2 < 6, "D" , SI ( I2 < 8, "C" , SI ( I2 < 10, "B" , "A" ) ) )


entra a la siguiente página y descarga el archivo https://docs.google.com/file/d/0B3l5UhgfuyJqYzBoRjNJLU5FLXc/edit?usp=sharing


    =CONTAR.SI.CONJUNTO(C3:C127,"5000",C3:C127,"<50000>

Estadística

Captura la siguiente tabla en un archivo de Excel

Municipio Cabecera municipal Habitantes
(año 2010)
Acatic Acatic 21 206
Acatlán de Juárez Acatlán de Juárez 23 241
Ahualulco de Mercado Ahualulco de Mercado 21 714
Amacueca Amacueca 5 545
Amatitán Amatitán 14 648
Ameca Ameca 57 340
San Juanito de Escobedo San Juanito de Escobedo 8 896
Arandas Arandas 72 812
El Arenal El Arenal 17 545
Atemajac de Brizuela Atemajac de Brizuela 6 655
Atengo Atengo 5 400
Atenguillo Atenguillo 4 115
Atotonilco el Alto Atotonilco el Alto 57 717
Atoyac Atoyac 8 276
Autlán de Navarro Autlán de Navarro 57 559
Ayotlán Ayotlán 38 291
Ayutla Ayutla 12 664
La Barca La Barca 64 269
Bolaños Bolaños 6 820
Cabo Corrientes El Tuito 10 029
Casimiro Castillo La Resolana 21 475
Cihuatlán Cihuatlán 39 020
Zapotlán el Grande Ciudad Guzmán 100 534
Cocula Cocula 26 174
Colotlán Colotlán 18 091
Concepción de Buenos Aires Concepción de Buenos Aires 5 933
Cuautitlán de García Barragán Cuautitlán de García Barragán 17 322
Cuautla Cuautla 2 171
Cuquío Cuquío 17 795
Chapala Chapala 48 839
Chimaltitán Chimaltitán 3 771
Chiquilistlán Chiquilistlán 5 814
Degollado Degollado 21 132
Ejutla Ejutla 2 082
Encarnación de Díaz Encarnación de Díaz 51 396
Etzatlán Etzatlán 18 632
El Grullo El Grullo 23 845
Guachinango Guachinango 4 323
Guadalajara Guadalajara 1495 189
Hostotipaquillo Hostotipaquillo 10 284
Huejúcar Huejúcar 6 084
Huejuquilla el Alto Huejuquilla el Alto 8 781
La Huerta La Huerta 23 428
Ixtlahuacán de los Membrillos Ixtlahuacán de los Membrillos 41 060
Ixtlahuacán del Río Ixtlahuacán del Río 19 005
Jalostotitlán Jalostotitlán 31 948
Jamay Jamay 22 881
Jesús María Jesús María 18 634
Jilotlán de los Dolores Jilotlán de los Dolores 9 545
Jocotepec Jocotepec 42 164
Juanacatlán Juanacatlán 13 218
Juchitlán Juchitlán 5 515
Lagos de Moreno Lagos de Moreno 153 817
El Limón El Limón 5 499
Magdalena Magdalena 21 321
Santa María del Oro Santa María del Oro 2 517
La Manzanilla de la Paz La Manzanilla de la Paz 3 755
Mascota Mascota 14 245
Mazamitla Mazamitla 13 225
Mexticacán Mexticacán 6 034
Mezquitic Mezquitic 18 084
Mixtlán Mixtlán 3 574
Ocotlán Ocotlán 92 967
Ojuelos de Jalisco Ojuelos de Jalisco 30 097
Pihuamo Pihuamo 12 119
Poncitlán Poncitlán 48 408
Puerto Vallarta Puerto Vallarta 255 681
Villa Purificación Villa Purificación 11 623
Quitupan Quitupan 8 691
El Salto El Salto 138 226
San Cristóbal de la Barranca San Cristóbal de la Barranca 3 176
San Diego de Alejandría San Diego de Alejandría 6 647
San Juan de los Lagos San Juan de los Lagos 65 219
San Julián San Julián 15 454
San Marcos San Marcos 3 762
San Martín de Bolaños San Martín de Bolaños 3 405
San Martín Hidalgo San Martín Hidalgo 26 306
San Miguel el Alto San Miguel el Alto 31 166
Gómez Farías San Sebastián del Sur 14 011
San Sebastián del Oeste San Sebastián del Oeste 5 755
Santa María de los Ángeles Santa María de los Ángeles 3 726
Sayula Sayula 34 829
Tala Tala 69 031
Talpa de Allende Talpa de Allende 14 410
Tamazula de Gordiano Tamazula de Gordiano 37 986
Tapalpa Tapalpa 18 096
Tecalitlán Tecalitlán 16 847
Techaluta de Montenegro Tecolotlán 3 511
Tecolotlán Techaluta de Montenegro 16 573
Tenamaxtlán Tenamaxtlán 7 051
Teocaltiche Teocaltiche 40 105
Teocuitatlán de Corona Teocuitatlán de Corona 10 837
Tepatitlán de Morelos Tepatitlán de Morelos 136 123
Tequila Tequila 40 697
Teuchitlán Teuchitlán 9 088
Tizapán el Alto Tizapán el Alto 20 857
Tlajomulco de Zúñiga Tlajomulco de Zúñiga 416 626
Tlaquepaque Tlaquepaque 608 114
Tolimán Tolimán 9 591
Tomatlán Tomatlán 35 050
Tonalá Tonalá 478 689
Tonaya Tonaya 5 930
Tonila Tonila 7 256
Totatiche Totatiche 4 435
Tototlán Tototlán 21 871
Tuxcacuesco Tuxcacuesco 4 234
Tuxcueca Tuxcueca 6 316
Tuxpan Tuxpan 34 182
Unión de San Antonio Unión de San Antonio 17 325
Unión de Tula Unión de Tula 13 737
Valle de Guadalupe Valle de Guadalupe 6 705
Valle de Juárez Valle de Juárez 5 798
San Gabriel San Gabriel 15 310
Villa Corona Villa Corona 16 969
Villa Guerrero Villa Guerrero 5 638
Villa Hidalgo Villa Hidalgo 18 711
Cañadas de Obregón Cañadas de Obregón 4 152
Yahualica de González Gallo Yahualica de González Gallo 22 284
Zacoalco de Torres Zacoalco de Torres 27 901
Zapopan Zapopan 1243 756
Zapotiltic Zapotiltic 29 192
Zapotitlán de Vadillo Zapotitlán de Vadillo 6 685
Zapotlán del Rey Zapotlán del Rey 17 585
Zapotlanejo Zapotlanejo 63 636
San Ignacio Cerro Gordo San Ignacio Cerro Gordo 17 626

viernes, 8 de marzo de 2013

La gestión y organización productiva.


La gestión de proyectos en informática:
El desarrollo de la comunidad con base en proyectos de informática en la escuela, el hogar o la oficina.
Mejoramiento en la calidad y eficacia del proceso técnico para la elaboración y comercialización de los productos de informática.
El control de calidad como criterio en la evaluación de los procesos técnicos de la informática.
Estrategias administrativas en los procesos de informática.
Busca en internet los conceptos:

Gestión técnica
Organización del proceso técnico
Administración del proceso
técnico
Ejecución
Control


Investigar en revistas o en Internet modelos parecidos a los que los encuestados requieren para mejorar su condición de vida, para sustraer información acerca de costos del producto final, inversión en materiales y mano de obra, y el sistema al que está sometido el producto para el control de calidad.
Establecer la organización y gestión técnica del trabajo en el aula-taller de informática con base en la planeación, la delegación de funciones en los integrantes del proyecto.
Diseñar un organigrama tipo piramidal donde se establezcan los principales responsables del proyecto, las áreas de trabajo en la elaboración de productos de informática, los tipos de materiales empleados, la energía, los medio técnicos, los procesos técnicos, insumos, entre otros.

viernes, 1 de marzo de 2013

Usuarios y producción


La importancia de las necesidades y demandas de los usuarios de los objetos de la producción técnica.
La planeación estratégica en informática:
-Elaboración de diagnósticos de necesidades.
-Establecimiento de objetivos.
-Descripción de estrategias
Las fases de un diagnóstico de detección de necesidades:
-Fase I. Determinación de la Situación Ideal (SI)
-Fase II. Determinación de la Situación Real (SR).
-Fase III. Implantación.
-Fase IV. Reporte de resultados.
Las posibilidades productivas de la comunidad:
-Los productores y sus conocimientos.
-Sistemas de lenguajes y programas.
-Insumos: materiales y energía.
-Sistemas de acopio, empaque y distribución Mercado


Utilizar instrumentos para determinar algunas necesidades sociales: entrevista, cuestionario y observación Diseñar y aplicar un cuestionario de 5 preguntas a diez personas que permita indagar lo que la población requiere como aporte de la informática, para la satisfacción de sus necesidades en el hogar, la industria y la oficina.

Analizar con base a las respuestas del cuestionario sobre lo que la informática puede aportar en respuesta al contexto y demanda social.

Representar gráficamente los modelos de productos que la población demanda de computadoras con una mejora desde el diseño.

Llevar a cabo las fases de planeación de los sistemas técnicos considerando el modelo de diagnóstico de detección de necesidades.

viernes, 8 de febrero de 2013

Glogster

dirección

http://www.glogster.com/
código de maestro 6G2862

http://gilbertomedina.edu.glogster.com/primero

sábado, 2 de febrero de 2013

Experimento decímetro cúbico

Los alumnos de segundo b comprobaron la equivalencia entre un litro y un decímetro cúbico








martes, 29 de enero de 2013

LA TRISTE HISTORIA DEL PASCOLA CENOBIO


Cenobio Tánori vivía en Bataconcica; joven y galán, ―estimado de los hombres y amigo de las mujeres‖, el yaqui gustaba lucir su arrogancia en ferias, festividades y velorios, donde hacía gala de sus aptitudes para la danza. Fama era de que en toda la región no había con quien se le comparara en el arte de bailar, de bailar las danzas ásperas, rigurosas y ancestrales… Para Tánori no había mayor gloria que lucirse en los airosos saltos del ―pascola‖, sacudiendo como joven bestia las pantorrillas forradas con los vibrantes ―ténavaris‖, que son especie de cascabeles de oruga o de capullos. Era placer para todos admirar la gracia y la donosura con que Cenobio Tánori, con el rostro cubierto por horripilante máscara caprina, arañaba con los dedos de sus pies desnudos la pista de tierra suelta y recién regada, cubierta en veces por pétalos de rosas o por verdura cimarrona, al compás de la melodía pentafónica nacida de la flauta de carrizo y cómo su torso hercúleo y desnudo se cimbreaba, se estremecía, a imitación del animal revivido en sus instantes más emotivos: el coraje, el miedo, el celo, mientras la sonaja de discos en la izquierda del danzarín se acomodaba al ritmo punteado del redoblante, instrumento capital en la música que acompañaba a la coreografía totémica.
El arte no ha sido pródigo para quien lo ejerce; las intervenciones de Tánori tenían por lo general flaca recompensa: una humeante y olorosa cazuela de ―guacavaqui‖, un trozo de carne de res asada en brasas, un par de tortillas de harina de trigo suaves y calientes y un puñado de cigarrillos de tabaco negro y picante… Eso, aparte de las sonrisas y de las caídas de ojos, de los guiños con que las mujercitas pretendían atraerse la atención de aquel bohemio silvestre, de aquel esteta rústico y arrogante.
De pueblo en pueblo, de feria en feria, iba Cenobio Tánori llevando su alegría. Lo mismo pespunteba un ―pascola‖, que ejecutaba las prolongadas y bulliciosas danzas de ―El Venado‖ o ―El Coyote‖, ambas de primitivo origen, bárbaras y bellas como el ambiente, como el ambiente verde azul, como la vegetación agresiva y hermosa que rodeaba la plazuela del villorio donde se celebraba el festejo: Babójori o Tórim, Coraspe o El Baburo…
Pero un día, ya estaba escrito, la vida del vagabundo quedó prendida… Fue en su mismo pueblo, en Bataconcica, donde el pensamiento, donde la voluntad del trotamundos quedó liada, como copo de algodón entre las espinas de un cardo, de las pestañas ―chinas‖ y tupidas de un par de ojazos café oscuros, traviesos e inquietos, los ojos de Emilia Buitimea, aquella muchacha pequeña y suave, que logró pescar para sí lo que tanto anhelaban todas las jóvenes yaquis en edad de merecer: a Cenobio Tánori, el ―pascola‖ garrido y orgulloso.
Pronto se habló de los dos juntos: de la Emilia y de Cenobio. ―Buena pareja‖, comentaban los viejos… Mas las ancianas, con los pies mejor hincados en la tierra, se aventuraban por el comentario realista: ―Lástima que Cenobio ande tan flaco de la bolsa… ¿Si llueve con qué la tapa?‖ O bien el optimista augurio: ―El suegro, Benito Buitimea, es rico y sabrá ayudar al muchacho.‖
Pero Cenobio Tánori seguía siendo orgulloso y ―echado pa‘tras‖, a pesar de estar enamorado: él nunca consentiría en vivir a costillas del suegro… Jamás sería un arrimado en la casa de su futura.
Tales determinaciones cuesta mucho sostenerlas; dígalo si no Cenobio Tánori el danzante, quien se olvidó de ferias y holgorios en busca de lo esencial para una boda, si no rumbosa, por lo menos digna de la condición de Emilia Buitimea.
Animoso y decidido vemos a Tánori colgar para siempre sus amados ―ténavaris‖ para contratarse como peón; trabajar tras de la yunta que pujaba en la tarea de abrir brechas en la tierra pródiga y profunda del ―Valle del Yaqui‖; cargar sobre sus lomos los sacos ahítos de garbanzo o recoger en haces las espigas trigueras… La gente en general se admiraba de ver al eterno trotamundos sometido a un esfuerzo al que nadie pensó que algún día tendría que someterse…
Mas la labor agobiante del peón de surco no da mucho… y los días se iban ante la ansiedad del muchacho y la tristeza silenciosa de la Emilia…
Un día creyó llegado el fin de sus congojas; fue cuando un forastero lo invitó para que le sirviera como guía en una expedición por el cerro de ―El Mazocoba‖; se trataba de descubrir vetas de metales preciosos; la soldada ofrecida era muy superior a la que Cenobio Tánori lograba en las duras tareas agrícolas, sólo que había un grave inconveniente para aceptarla: los indios, los ―yoremes‖ sus paisanos, no veían con buenos ojos que hombres blancos y avarientos hollaran la tierra de la serranía venerada, y mucho menos aceptaban que fuera precisamente un yaqui de la calidad de Cenobio Tánori quien condujera por los senderos escondidos, por las rutas misteriosas de ―El Mazocoba‖, a los odiados ―yoris‖.
Estas circunstancias determinaron que Tánori no se contratara tan pronto como se le presentó la oportunidad… Pero la necesidad, la urgencia latente en el corazón del indio, ayudadas por la insistencia del gambusino y por la anuente actitud de Emilia Buitimea, acabaron por vencer.
Cuando retornó a Bataconcica, traía el bolso lleno; tres meses de servicios prestados fielmente al ―yori‖ le habían deparado no sólo lo suficiente para la boda, sino también algo con que afrontar los primeros gastos en su futura vida al lado de la Emilia… Pero a cambio de tantos viene, Cenobio Tánori tuvo que encararse a una situación bien desagradable: los ―yoremes‖ viejos, aquellos dueños de la tradición siempre agresiva, siempre a la defensa contra el blanco, lo recibieron fríamente, algunos hasta se negaron a darle el tradicional saludo de bienvenida. El muchacho sufrió estoico los desprecios, contando como contaba no sólo con el cariño de su futura mujer, sino con la simpatía de la gente moza, simpatía que alcanzaba elevadas proporciones cuando se trataba de las jóvenes, de aquellas a las que no afectaban mucho ni el manchón que los ancianos advertían en la personalidad del danzante, ni el compromiso matrimonial de éste con la Emilia, pues ni aquello las lastimaban, ni esto las desdoraba…
Y una tarde, cuando Cenobio Tánori aguardaba, a media Calle Real de Bataconcica, la oportunidad de encontrarse con la Emilia, advirtió la presencia de Miguel Tojíncola, aquel viejo enorme, de cara negra, labrada con hachazuela, quien tambaleante de embriaguez se acercó al danzarín para burlarse de él con carcajadas hirientes: ―Aquí tienen, hombre y mujeres, al ‗yoreme‘ que se hizo burro, que se hizo jumento para que le varearan las ancas y se le treparan en los lomos los ‗yoris‘‖… Y otra risotada atronaba el ámbito, otra risotada injuriante, majadera, a la que coreaban cien más salidas de las bocas de los que habían acudido al llamado del viejo Tojíncola.
Cenobio Tánori, con los ojos bajos y un poco pálido contenía sus ímpetus, porque el respeto a los ancianos alcanza en los yaquis proporciones religiosas. Mas el ebrio, sin curarse de la humilde actitud, continuaba implacable:
―Tan muchacho y tan fuerte prestándose a los ‗yoris‘ como una mujerzuela‖…
Cenobio Tánori mordía sus labios y hacía no escuchar a los tercos. En torno de él había varios ñiños y algunas mujeres que apuntaban con sus dedos al cohibido, al mismo tiempo que festejaban con chacota las ocurrencias y las injurias que brotaban por la boca desdentada del vejete:
―El agua te sabrá amarga; la tortilla no te pasará del galillo, la tierra de tu parcela no dará más que choyas porque el diablo se meará en todo lugar donde pongas tu mano…‖
La situación rendida del muchacho excitaba más y más los ánimos de Tojíncola, quien disgustado por no provocar reacciones más categóricas en su víctima hizo brotar de sus labios, plegados por la rabia, el insulto mayor que pueda pronunciarse en lengua cahíta:
―Torocoyori‖, dijo lentamente. ―Torocoyori‖, repitió, este es, traidor, vil, vendido al blanco… ―Torocoyori‖… ―Torocoyori‖… A la injuria repetida a gritos, acompañó un escupitajo que escurrió por la mejilla casi imberbe de Cenobio Tánori…
Claro que los postreros recursos empleados por Tojíncola fueron lo suficientemente categóricos como para mudar la paciente actitud. El muchacho contrajo su cuerpo, dio dos pasos hacia atrás para dar un salto de víbora en acoso… Nadie pudo contenerlo, porque a flote le salía el instinto que apresaron su voluntad y su ―buen crianza‖, durante prolongados y angustiosos instantes…
El puñal prendió el pecho del anciano, quien rodó por tierra vomitando espuma bermeja.
Cenobio Tánori no trató de huir. Con el arma en su diestra aguardó que lo aprehendieran las autoridades indias; sumiso, silencioso, pero altivo e impertérrito, siguió a los dos alguaciles que se presentaron al lugar de los sucesos… En una esquina, Emilia Buitimea miraba a su novio con los ojos estrellados de lágrimas; él levantó su mano en un tímido además de despedida… y marchó en pos de sus aprehensores por la Calle Real, hasta llegar a la prisión. Al paso del grupo que seguía al ―pascola‖ y a sus aprehensores, los viejos ―yoremes‖ permanecían mudos, las mujeres hablaban en voz baja… y las mozuelas, las admiradoras del danzante, dejaban inflamarse su pecho al impulso de un suspiro.
Al cuartucho carcelero donde la justicia india había recluido a Cenobio Tánori, acudía la gente para demostrar su afecto al ―pascola‖ en desgracia. Las más perseverantes concurrentes eran las mujeres jóvenes, las muchachas que, tímidas y un poco amedrentadas, se acercaban hasta la cárcel, llevando entre sus manecitas morenas y chaparras un manojo de flores montaraces, una fruta en sazón o un manojo de cigarrillos, que colocaban sobre los travesaños de la recia puerta de madera, cierre del tugurio tenebroso en el que el danzante aguardaba el día en que el pueblo le hiciese justicia… Cenobio Tánori, magnífico, altivo como un dios ofendido, recibía en silencio y lleno de gravedad aquel tributo de sus sacerdotisas.
Claro que no se hablaba de otra cosa en Bataconcica que de la muerte del viejo Tojíncola y del futuro de su matador. La ley india era concluyente: puesto que Cenobio Tánori había matado, debería sucumbir frente al pelotón de las ―milicias‖… Tal decía la tradición y tal debería ejecutarse, a menos que los deudos del difunto don Miguel Tojíncola le otorgaran su gracia al matador, cambiando la pena de muerte por otro castigo menos cruel… Pero no había muchas esperanzas de alcanzar para el reo la clemencia que muchos desearan.
La familia del muerto la formaban una viuda y nueve hijos, cuyas edades iban desde los dieciséis hasta los dos años. La viuda era una mujerona vecina a los cincuenta, enorme de cuerpo, huesuda de contornos, negra de color, con su perfil de águila vieja; sus ademanes bruscos y su actitud siempre punzante y valentona no daban ninguna ilusión con respecto a una posible actitud de indulgencia. Por el contrario, decíase que Marciala Morales, tozuda, enérgica y vengativa, había prometido ser implacable con el asesino de su marido Miguel Tojíncola.
Tan embarazoso porvenir para el ―pascola‖ arrancaba crueles reflexiones a los viejos, comentarios amargos a las mujeres, y lágrimas, lágrimas vivas a todas las jóvenes, quienes a pesar del compromiso matrimonial de Cenobio Tánori con la Emilia Buitimea no consideraban perdido para siempre al hombre que en ellas había logrado despertar la dulce ansiedad; la ansiedad que, por ejemplo, despierta el alba en el buche del mirlo o en el ala de la mariposa…
Entre tanto, todo se alistaban para la instalación de los tribunales que deberían juzgar al homicida.
La justicia yaqui está circundada por una ronda de formulismos y de prejuicios infranqueables; el pueblo, asistido de las altas autoridades tribales, es el que dicta la última palabra tras de discutir, tras de perorar horas y horas en un dramático estira y afloja…
Pues bien, ya estamos en la plazuela de Bataconcica; una pequeña multitud se agolpa en espera del reo. En lugar destacado vemos a los ―cobanahuacs‖ o gobernadores, graves en su inmóvil actitud, y a los severos ―pueblos‖, que cargan sobre sus lomos toda la fuerza del poder civil de la tribu. Ahí están representados los ocho grupos que integran la nación yaqui: Bácum, Belero, Cócorit, Guíviris, Pólam, Ráhum, Tórun y Vícam… Cerca de este impresionante grupo de ancianos, está Marciala Morales la viuda, rodeada como clueca de sus nueve hijos; los mayores cargan en sus brazos a los pequeñuelos que gimen y escandalizan. De ella, de la viuda de Miguel Tojíncola, no se puede esperar nada favorable para la suerte del bailarín; así lo dicen su mueca feroz y su gesto desafiante, ante los que se inclina el clan familiar, con sumisión religiosa que la mujerona, la casi anciana, recibe en disposición repugnante, dura y mandona.
Al frente de la multitud vemos a un pelotón de jóvenes milicianos armados de máuseres que esperan, marciales y sañudos, que la sentencia se consume para cumplirla estricta, fatalmente.
En los rostros impenetrables de los indios ha caído un velo sombrío; particularmente esta señal de desazón se hace más notable en las jóvenes mujeres, en aquellas admiradoras de la apostura y de la gracia del ―pascola‖ malaventurado… Emilia, la amada y prometida de Cenobio Tánori, está ausente debido al veto que a su presencia impone la ley; sin embargo, su padre, el viejo Benito Buitimea, rico y afamado, no esconde su emoción ante aquel dramático sucesos de que es protagonista quien un día quiso ser su yerno.
El tétrico redoble del tamborcillo, instrumento obligado en todos los actos trascendentales del pueblo yaqui, acalló los rumores y las voces… Cenobio Tánori solo, sin guardas, con la cabeza levantada, dejando que el aire despeinara su espesa cabellera que alcanzaba acariciarle hasta los hombros, cruza por la valla que la gente ha abierto a su paso; lleva el atractivo atavío con el que tantas y tantas veces había arrancado el aplauso de los ―yoremes‖, la intención pecaminosa de las hembras casadas, el suspiro ahogado de pudores de las solteras y la admiración de todo el pueblo; las espaldas y el pecho desnudos para dejar lucir plenamente su musculatura que resalta bajo la piel lustrosa de un leve sudor; pendientes del cuello collares de cascabeles de crótalos; entre las piernas, a horcajadas, una manta de lana fina sostenida por fuerte cinturón de vaqueta crudía, del que penden pezuñas y colas de venado, y en las pantorrillas los ―ténavaris‖, que suenan al paso del danzante como campanillas cascadas…
El danzante marcha altivo, con paso firme y flexible, hasta llegar al centro de la plazuela para encararse con su juez, que lo será todo el pueblo…
Nadie ignora, incluso Cenobio Tánori, que muy a pesar de las circunstancias que mediaron en los hechos fatales, que no obstante, además, la admiración, la popularidad y la simpatía que el ―pascola‖ mantiene entre su gente, ninguno podrá torcer los dictados legales, que nadie podrá conmutar la sentencia de muerte que se prepara, excepto Marciala Morales, la rencorosa y horrible viuda de Miguell Tojíncola y de quien nada podría esperarse dado su agresivo comportamiento…
En esta situación se escuchó la voz seca de vejez y vibrante de emociones del ―Pueblo Mayor‖, a quien la ley obliga a acusar, a acusar siempre en defensa de los intereses, de la paz y de la concordia del grupo. Tras de expresar los hechos debidamente sustentados en declaraciones y testimonios, concluyó excitando a todos:
―Las leyes que nos dejaron nuestros padres como la más venerada herencia dicen que el ‗yoreme‘ que mate a un ‗yoreme‘ debe morir a manos de los ‗yoremes‘… Pero yo, Pueblo Mayor de Vícam, la Santa Tierra, pregunto a mi gente si está de acuerdo a que al hermano Cenobio Tánori se le mate como murió entre sus manos el hermano Miguel Tojíncola…‖
Las últimas palabras flotaron en el aire breves instantes; después las siguió un rumor como de marejada y luego la voz distinta que se impuso grave y categórica:
―Sí, máuser…
―Ehui, máuser… ehui, máuser… máuser… máuser…‖
El clamor se generalizó. Caía sobre la cabeza destocada de Cenobio Tánori como una tormenta.
El ―Pueblo Mayor‖ había levantado su mano avejentada y seca como la raíz de un pitahayo, dispuesto a dejarla caer como afirmación determinante del juicio de su pueblo…
Pero entonces las mujeres jóvenes, venciendo sus pudores y sus timideces, imploraron con voz débil y temblorosa:
―Vélo, Marciala Morales, y entonces lo perdonarás… Tu misericordia la agradecerán todas las mujeres del mundo… Sálvalo de la muerte porque es noble y es valiente… Vélo, Marciala Morales, es bello como un pájaro de colores y gracioso como un bura joven.‖
La viuda miró con malos ojos al grupo de mozas que así imploraban. Con los dientes apretados, muda de furores y la mirada perdida en un desierto de odios, se volvió hacia Cenobio Tánori que permanecía erecto, orgulloso, magnífico en medio de la plazoleta…
Poco duró aquella mueca en el rostro de la vieja, porque su cara arrugada de ablandó por un inesperado impulso; sus ojos, ante insospechada emoción, cobraron un brillo humano, desconcertante; su boca perdió los repliegues del rencor y dio lugar a un gesto bobo, laxo, imbécil…
Los hombres, por su parte, se mantenían en su terrible determinación:
―Máuser… Ehui, máuser, máuser… ehui, máuser, máuser…‖
El ―Pueblo Mayor‖, ante la ensordecedora algarabía, no atinaba a bajar su mano como seña de que la sentencia se había consumado. Hubo un momento en que nadie hubiese podido distinguir siquiera una sílaba de aquel rugir de bestias, de aquel parlotear de pájaros, de aquel rumor de aguas desbocadas.
De pronto una voz chirriante y destemplada se metió en los oídos de la multitud. Era la de Marciala Morales, quien de pie y rodeada de su prole, pero sin retirar la vista que se había quedado fija en el danzarín, hacía ademanes tratando de silenciar a la multitud…
Todos los ojos se volvieron hacia ella; estaba magnífica de fealdad y de barbarie:
―No —gritó—, máuser no… Este hombre ha dejado sin padre a todos estos hijos míos. La ley de nuestros abuelos dice también que si el ‗yoreme‘ muerto por otro ‗yoreme‘ deja familia, el matador debe hacerse cargo de los deudos del muerto y casarse con la viuda… Yo pido al pueblo que Cenobio Tánori, el ‗pascola‘, se case conmigo, que me proteja a mí y a los hijos del difunto… No, máuser no… Que Cenobio Tánori ocupe en mi ‗tarima‘ el lugar que dejó el viejo Miguel Tojíncola… Eso pido y eso deben darme.‖
Siguieron instante de un silencio profundo… y luego bocas alteradas, gritos, carcajadas, injurias, cuchufletas y todo volvió a tornarse en un guirigay endemoniado. Cebonio Tánori quiso hablar, mas la batahola le impidió que sus palabras fueran escuchadas.
El ―Pueblo Mayor‖ dejó caer pesadamente su mano. Se había hecho justicia con estricto apego al código ancestral… Otra vez más los nobles yaquis mantenían fidelidad a sus tradiciones.
El fracasado pelotón desfiló a redoble de tambor; la gente empezó a dispersarse.
Marciala Morales, seguida de su larga prole, llegóse hasta Cenobio Tánori y lo tomó por le brazo:
―Anda, buen mozo —le dijo—, tú dormirás desde hoy junto a mí, para que descanses de los mucho que tendrás que trabajar en mantener a esta manada de ‗buquis‘ que recibes como herencia del viejo Tojíncola que Dios tenga en su gloria por los siglos de los siglos…‖
Fue entonces cuando el afamado ―pascola‖ perdió sus bríos: con la cabeza gacha, arrastrando sus pies, ridículo como un títere, siguió a su horrible verdugo, quien sonreía triunfadora al paso de las mozuelas que se negaban a mirar de lleno el ocaso de un astro, la muerte de un ídolo resquebrajado entre las manos musculosas y negras de Marciala Morales…
El cielo, rabiosamente azul, cubría la escena del melodrama y el sol calcinaba el terronerío de la plazuela.

LA PLAZA DE XOXOCOTLA


— Es bonita la plaza de Xoxocotla; bonita y limpia —dije sin intención de adular.
— Tiene su historia, igual que la escuela y l‘agua entubada —me informó el viejo Eleuterio Ríos, mientras acariciaba entre pulgar e índice el indómito bigote; aquel bigotazo salpicado de hilos de plata y que, de tener fe al refrán que dice: ―cuando el indio encanece, el español perece‖, mala jugada les haría al porte juvenil y al gesto arrogante de mi amigo, por los cuales —mentirosos— se le juzgaría un hombre en plena madurez.
— Sí, tiene historia —repitió el anciano, con inaguantables deseos de contarla. Sin esperar más, la dijo en voz lenta, entre chupada y chupada al cigarro de hoja prendido entre sus dientes amarillentos.
— Era yo delegado municipal del pueblo cuando llegó la comitiva. El candidato a la cabeza. No crea usté que vinieron aquí por su gusto, no… Fue que iban para Puente de Ixtla; pero ahí en la curva de El Tordo tronó una rueda del ―for‖ y tuvieron que descolgarse pa‘ca pa Xoxocotla, en busca de una sombrita y de un trago de agua.
El candidato era grandote, serio y muy callado. Sus compañeros, en cambio, hablaban mucho, pero como los pericos, ni ellos mesmos entendían sus babosadas.
Alguien me dijo que el candidato lo iban a ascender a Presidente de la República. Yo no lo creí… ¡Tantas levas cuentan los lambiscones! El candidato parece que me leyó el pensamiento, porque sonriéndose tantito, más bien con sus ojos que con su boca, se me quedó miramente y luego dijo:
―¿Qué es, señor delegado, lo que más necesita este pueblo?‖
Yo pensé que había que seguirle el juego y de purita raspa le dije:
―Pos ya ve su mercé qué plaza tan triste es ésta de Xoxocotla, en un solar grandote y tierroso y en medio, como todo adorno, ese güizachito íngrimo y solo que no sirve ni p‘hacerle sombra a un gallo… Nosotros, los del pueblo, quisiéramos una plaza con sus banquetas, sus prados y su tiosco rodiado de faroles…‖
―Lo tendrán‖, dijo el candidato muy seriote.
A mí por poco me gana la risa, verdá de Dios, por el modito tan descarado de burlarse de uno. Pero pa seguir con el arguende, pues le dije yo también muy disimulado y faceto:
―Tampoco hay escuela, Vea su mercé cómo están los probes niños arrjejolados en aquella sombrita que dan las torres de la iglesia. Cómo quere du mercé que aprendan ansina. ¡Luego ni maistra tienen! Doña Andrea Sierra que le entiende a la lectura, pues a veces les da leición y se las viene a tomar una vez a la semana…‖
―Tendrán escuela‖, volvió a prometer el candidato, con tal serenidad y firmeza, que me destantió un poquito. Pero cuando me acordé que todos los que tienen el empeño de candidatos, su oficio es echar puras mentiras, pues me le quedé mirando, largo, hondo, como es el costumbre de po‘acá, cuando quiere uno burlarse de alguien. El hombre no entendió o hizo que no entendía mi gesto y entonces volví a travesiar con él. Mis paisanos gozaban al ver la forma en que me‘staba yo tantiando al señor político:
―Como usté habrá visto, tenemos harta agua po‘aquí, pero nos faltan tubos. Usté que viene tratando de hacer la felicidá del pueblo, nomás arregule cómo se vería una pila echando agua cristalina en medio de la plaza rodiada de siemprevivas, ‗juanitas‘ y violetas… y las muchachas con sus cántaros redonditos y sudorosos y los muchachos ya lebrones mirándolas de ganchete, así como Dios manda que el macho mire a la hembra a la que le llena el ojo… y los niños en l‘escuela y en l‘escuela una maistra catrina y guapa, enseñándoles a todos el silabario…‖
Entonces el bruto de mi compadrito Próculo Delgadillo no pudo aguantar la risa; pero el candidato, siempre tan formal dijo:
―Tendrán su plaza, su escuela, su fuente y su máistra.‖ Luego se paró para despedirse. Me tendió la manod. Yo apenas si se la rocé, no más pa no ser malcriado, pero de manera que él tantiara que no nos había hecho tontos.
Cuando se fueron, nos juntamos todos los vecinos al derredor del güizachito. Los jóvenes creiban buenas las promesas del candidato y estaban muy alegres; pero los viejos, que nos han brotado canas y salido arrugas de tanto y tanto esperar que se cumplan los ofrecimientos de los políticos, pos nomás nos réibamos de la inesperencia de la gente tierna.
Don Eleuterio calló un momento; se quitó su enorme sombrero de palma y de lo más profundo de la copa sacó una caja de cerillos; encendió uno, hizo hueco con sus manos a la flama y entre resoplidos pegó fuego a su gran cigarro de tabaco cimarrón. Luego siguió el relato:
— Pasó un año. Yo estaba para entrega la delegación a mi compadrito Remigio Morales que se Dios haiga. Era medio día, hacía un calor como pocas. El solazo brillaba en aquel desierto que nosotros llamábamos plaza; los cerdos gruñían porque sentían derretirse; las gallinas con el pico abierto escarbaban la arena caliente y con las alas estendidas se revolcaban buscando refrescarse; los perros con las colas entre las patas, babeaban como si tuvieran el mal. Las mujeres en las cocinas se habían quitado las camisas y los niños encuerados buscaban las sombritas y pedían agua d‘un hilo.
Yo y el policía estábamos echando un pulquito en ca doña Trina Laguna, aquí nomasito… De repente llegó Tirso Moya, que para entonces era un muchachillo apenas d‘este pelo; muy espantado me dijo: ―Ándele, Tata Luterio, qui‘hay lo busca el Presidente.‖ Tonces acabé con el jarrito de pulque y pedí otro… ¡Hacía tanta calor! Bebí espacito, sin cortar la plática con el policía… Y ahí nomás que llega Lucrecita la de mi entenado Gerardo: ―Quihay lo precura el Presidente, Tata Luterio‖… ―Ande, cuele —dije—, vaya a ver si ya puso el puerco.‖ Y la muchacha se jue corre y corre… A poco ratito apareció Odilón Pérez el menso y con su voz de babosote me avisó: ―Que l‘ostá aguardando el Presidente Tata Luterio‖… ―Pos dile, contesté, que si no puede aguantarse tantito, que no tengo su qui hacer…‖ Y el menso de Odilón se fue muy obediente con el recado.
―Ése ha de venir a cobrar el piso de la plaza del día lunes‖, comenté con el policía.
Seguimos traguetiando pian pianito, sin priesas. Conté yo con toda calma los centavos de la recaudación de la plaza que triba entre mi faja. Todavía oyí una talla muy colorada que me contó el policía y salí mascando un pedazo de barbacoa que me había ofertado doña Trina Laguna.
¡Y que lo voy mirando…! ¿Quién cré usté que era? Pos el candidato. Ahí estaba, bajo la sombra delgadita del güizache. Lo rodeaban más de veinte muchachillos, él se reía con ellos y al más chiquitín lo tenía abrazado. Todas las mujeres, desde las puertas de sus casas lo miraban con admiración; él no se daba cuenta, así de entretenido estaba con la chamacada… Había llegado íngrimo y solo, igual que el güisachito; su ―for‖ lo esperaba ellá en la carretera… Nomás por su pura planta adeviné que ya lo habían ascendido a Presidente de la República… Grandote, serio y confiado como todos los que son hombres de nacencia, no sé qué aigre le encontré con Emiliano. En nada se parecían, pero el gesto, el cariño por los niños… Yo no sé. Bueno, ni en el vestido se parecían, pero a éste le caiba tan bien la tejana, como a aquel su jarano galoneado, con el que dicen que se aparece a los caminantes que pasan por Chinameca.
Yo lleno de vergüenza me le acerqué. Me dio su mano que entonces se la agarré con las dos mías, sí, como se estrecha la mano de un amigo, de un hombre del que uno sabe que es buena gente. La mano era grande, fina, pero más juerte que las dos mías empalmadas. Sonríe otra vez con ese modito tan suyo; apenas si se le miraban los dientes debajo de su bigote recortado y tupido… ¡La risa era de hombre cabal, de puro mexicano!
Yo todo avergonzado le dije que disimulara la espera en el solazo, porque cuando me dijeron que áhistaba el Presidente, pos yo creiba que era el presidente municipal de Puente d‘Istla que venía por lo del piso de la plaza del lunes.
El hombre no dejó de sonrirse y luego luego, pos a lo que te truje:
―Siñor delegado —dijo muy respeitoso—, ahoy llegarán a Xoxocotla los ingenieros a levantar l‘escuela, a hacer la plaza y a meter l‘agua en los tubos… Pronto vendrá la máistra o sea la preceitora‖.
Yo me juí de lomos, pa‘ques más que la verdá.
Cuando se jué, todo el pueblo lo siguió. Naiden hablaba, él iba por delante caminando recio. Nosotros al trote apenas si lo alcanzábamos. Cuando subió a su ―for‖ se jué saludándonos con la mano.
Al regresar, todos los jóvenes se reían de nosotros los viejos qui‘habíamos disconfiado. Disd‘entonces he creído más en los muchachos y ya les hago caso de todo lo que dicen… L‘otro día, uno d‘ellos me preguntó: ―¿Si viniera otra vez a Xoxocotla un candidato, qué le pediría usté, tío Luterio?‖
―Pos si lo queres saber, yo le pediría que áhi, dond‘estuvo el güizachito íngrimo y solo, le levantara una estatua al Presidente que vino… Una estatua pa que todos lo estemos mirando, pa que sirva de almiración a los niños que salen de l‘escuela y pa que las lindas muchachas de Xoxocotla corten el día del santo de él toditas las flores del jardín y se las avienten a sus pies…
―Es güeno su pensamiento, tío Luterio —me contestó el muchacho—; yo y otros muchos sabemos ler por él y usté y todos los viejos han güelto a creer en un hombre, como cuando créiban en Emiliano el de Anenecuilco:‖ ¡Hágame usté el favor! ¡Cómo está de lista la juventú de ahoy…!
Don Eleuterio se quedó unos instantes en silencio, con los ojos perdidos quizá en el recuerdo; luego, volviendo de su abstracción, me miró fijamente para decir:
— Pero a ver, amigo, póngale usté un defecto a la plaza de Xoxocotla.
— Sólo le falta el monumento…
— ¡Eso es, un monumento! —dijo como si hubiera hecho un hallazgo—. Un monumento… pero encima del, por la estatua d‘ese quien usté sabe… Entonces la plaza de Xoxocotla sería la más linda de todo Morelos… ¿O qué opina usté, maistro?

LOS DIEZ RESPONSOS


Fue el lunes por la tarde; quedó en la cuneta de la carretera con los brazos extendidos en cruz; en su rostro cobrizo y polvoriento perduraba un gesto de sorpresa y en sus ojos semiabiertos un estrabismo horrible, que decía a las claras de la postrera conmoción. Cera de él el borrico cargado con dos tercios de leña y un pellejo inflado de pulque; más cerca todavía, ―Tlachique‖, el perro ―jolín‖ y esquelético, rascaba su sarna sin perder de vista al cadáver de su amo.
Así encontraron el cuerpo de Plácido Santiago los que regresaban a su pueblo de Panales, después de hacer el ―tianguis‖ en Ixmiquilpan. A Panales, que agachaba su humildad al margen de la carretera de México a Laredo.
Algunos hombres venían borrachos; las mujerucas los precedían en la marcha, cargadas con las compras o con los efectos de su industria no vendidos en el mercado regional.
El hallazgo consternó a todos; un apretado grupo rodeó el exánime cuerpo del paisano Plácido Santiago.
— Fue un astromóvil.
— Yo crio, que una troca.
— Malditos sean, desde que les abrieron camino a estos diablos, naiden anda tranquilo ni en sus propios terrenos.
Una vieja se arrodilló junto al cadáver; humedeció con saliva sus dedos índice y pulgar y con ellos acarició los lóbulos de las orejas amarillentas de Plácido Santiago. Por la boca de la anciana brotó una jaculatoria que corearon voces graves.
El más viejo tomó la iniciativa; dos jóvenes lo ayudaron a descargar el pollino.
— Habrá harto pulque en el velorio —dijo uno, cuando abrazó con satisfacción la bota henchida.
— Habrá —confirmó otro, mientras cargaba a sus espaldas el pellejo.
— Tú, Tomás, llévate el tercio de leña… Es la herencia de Plácido Santiago pa mi comadre Trenidá —dijo el viejo, a quien llamaban todos tío Roque.
Luego, entre varios hombres, treparon el cadáver en el burro; las piernas abiertas, rígidas, colgaban en compás sobre la barriga de la bestezuela; los dedos, que asomaban por entre los huaraches, eran racimos amarillentos, como frutos malogrados por la helada; la pelambre de la cabeza, fantásticamente braquicéfala, se revolvía al impulso del aire friolero de diciembre.
Tras el pollino iban los hombres y las mujeres a paso lento, solemne; el animal de vez en cuando tiraba tarascadas a los renuevos de grama, sin curarse de la azotaina que seguía a los golosos intentos… Mas en una de ésas, el cuerpo estuvo a punto de rodar; hubo alarma y gritería. Roque Higuera, el Tío, dispuso que un muchacho trepara a la grupa del jumento y mantuviera en equilibrio los despojos de Plácido Santiago.
La caravana siguió su marcha, hasta torcer por la vereda que llevaba a Panales; a la retaguardia, ―Tlachique‖, vivo el ojo y la lengua colgante, jadeaba al trotecillo lobuno que había tomado.
La comadrita Trenidá recibió sin lágrimas el cadáver de su marido Plácido Santiago; la pena, que se le había sesgado en la garganta, y el corazón paralizado por tanto y tanto peso, le impedían hablar. Con unas ramas de huizache barrió la tierra de la choza; luego buscó una botella y roció con su contenido de agua bendita las cuatro paredes. Después machacó en el metate unos terrones de cal y con el polvo dibujó en medio del piso una cruz ancha y larga; sobre ella, y con la ayuda de los vecinos, colocó al cadáver que porfiaba en mantener la absurda postura a compás que impuso a las piernas el vientre del borrico. Mas este desarreglo había que remediarlo, porque un cadáver en esa actitud no resultaba correcto. Ahí había una buena coyunda de cuero crudío; con ella ató la comadrita Trenidá los pies ya enjutos de su Plácido Santiago y apretó, apretó hasta colocarlos en disposición cabal. Cuando dejó sobre el pecho del muerto una imagen de la virgen de la Merced, la comadrita Trenidá se sentó en cuclillas, muy cerquita de él; se había echado sobre la cara el rebozo, para permanecer inmóvil, como silueta evadida de un friso.
Pero ya llegaban los dolientes; alguno encajó en la tierra una vela de estearina tan delgada como el dedo meñique; otro regó con flores de zempoalxóchitl todo el pavimento; una mujer dejó a los pies del muerto un manojo de retama; la fragancia campera llenó el ambiente. Alguien inició el rezo que poco a poco se transformó en rumor como el del río o el del viento que jugueteaba entre los lienzos de cantos rodados.
El Tío Roque informó a la concurrencia que por su cuenta había mandado buscar al cura de Ixmiquilpan para que rezara diez responsos de a ―tostón‖, en beneficio del alma del amigo Plácido Santiago. La gente miró con admiración y reconocimiento al viejo, a quien el pulque trasegado habíale hecho tan ligera la bolsa como la lengua.
Llegaron la tarde, la anochecida y la alta noche; el pellejo del pulque había sucumbido a las arremetidas de los dolientes. El Tío Roque Higuera, de esplendidez creciente, mandó al ―tinacal‖ de su pertenencia por otra ración semejante a la consumida: ―Di‘hoy pa‘lante todo corre por mi cuenta… ¡Faltaba más!‖, había dicho rumboso…
El duelo iba trocándose en tertulia; todos hablaban en voz alta; ahí estaban las panegiristas de los hasta ahora no reconocidos méritos del difunto, ahí los predicadores entusiastas de las excelencias del compadrito Plácido Santiago y también las preces declamadas a voces por las mujeres. De repente, un grito agudo, ululante sobresalía entre el murmullo sordo; era la comadrita Trenidá que abría la compuerta a su dolor.
En un rinconcito de la barraca, hervía el café dentro de una olla barrigona que descansaba sobre un fogón de tres piedras; manos serviciales atizaban la lumbre con ―olotes‖ y boñigas de vaca.
Afuera los luceros se desgarraban entre las púas de los nopales, los grillos hacían concertino a la sinfonía de aullidos que venían del monte; eran los perros alzados, los perros sin dueño que ladraban al hambre y a la muerte.
Pocos resistieron en pie la amanecida; las mujeres envueltas en sus rebozos, cabeceaban; algunos hombres se habían tendido boca arriba en el tecorral, mientras otros hablaban a gritos sobre las penas del purgatorio, los suplicios del infierno, en donde el ―caso mocho‖ hervía chicharrones de alma; de la paz de los cielos, amenizada por un ―mariachi‖ y ―reforzado‖ con trompetas de ángeles y arpas de querubines… De aquella gloria que sólo disfrutan las ánimas de los justos, tal, ―sin agraviar lo presente‖, la del compadrito Plácido Santiago ―que de Dios aiga‖…
La comadre Trenidá, de tiempo en tiempo, dejaba su postura hierática, para arrancar con sus dedos acalambrados el pabilo renegrido que hacía humear más de la cuenta alguna de las candelas a punto de consumirse.
Los gallos inauguraron la madrugada. Su canto jacarandoso acalló el tétrico concierto canino; el sol fileteó de alba los cerros, el mirlo correspondió los ―buenos días‖ al jilguero y las tinieblas fuéronse yendo poquito a poco, para dejar lugar a una espléndida mañana.
En el jacal, voces aún adormiladas cantaron el ―miserere‖. Un niño lloró atosigado por el humo del copal que salía de una cazuela sopeteada de brasas.
De pronto todos dirigieron la mirada hacia el cajón de madera fresca y rezumante, que en hombros de cuatro vecinos llegó a la puerta de la choza… La comadrita Trenidá lloró un poquitín; luego se arropó con su rebozo para papachar la aflicción que le bullía en el pecho.
Los compadres, llenos de miramientos y celo, colocaron dentro del ataúd el cuerpo de Plácido Santiago. El Tío Roque Higuera llamó a la comadrita Trenidá para que diera el último adiós a su compañero; la mujer tomó entre sus dedos temblorosos el mentón frío y salpicado de pelos lacios y duros. Luego el Tío Roque Higuera remachó con una piedra doce clavos.
En ésas estaban cuando hizo su aparición el señor cura de Ixmiquilpan; llegó hasta las puertas de la choza tripulando su viejo Ford. Los presentes se echaron de rodillas, el sacerdote alzó la diestra y asperjó bendiciones. Después las mujeres se apresuraron a besar la mano regordeta que desganadamente se les tendía.
— Pronto, pronto —dijo el cura—, acabemos con esto, porque tengo un bautizo en Remedios y un viático en Tamaleras… ¡Pronto, pronto!
El fraile hisopeó el ataúd, luego extrajo de la bolsa de su sotana un breviario y empezó las plegarias. Cuando hubo recitado en latín los diez responsos contratados, se dispuso a bendecir el cadáver, mas le cortó la intención la voz borracha del Tío Roque Higuera:
— Un momento, padrecito, conté los responsos y jueron diez, cabalmente… Pero ¿no quere su mercé echarle uno de ganancia al dijuntito?
El cura un poco enfadado protestó:
— He dicho que voy de prisa… Viático en Tamaleras, bautizo en Remedios…
— Ande, ande, acuérdese que pa nosotros lo mesmo da ocuparlo a usté que al padre de Alfajayucan, que ése sí nunca se hace del rogar… Hasta al pulquito l‘entra.
El cura recitó entonces atropelladamente aquello para lo que, momentos antes, hubo menester del libro, del breviario que, más que guía, resultaba un elemento de gran brillantez en la liturgia… ¡Al fin que era de ganancia, de ñapa, de pilón!
Cuando cuatro muchachos alzaron el féretro y abrieron la marcha del cortejo, el Tío Roque Higuera puso en las manos del clérigo un billete de cinco pesos.
Todos los presentes salieron tras el ataúd, excepto la comadrita Trenidá que, hecha una maraña insignificante, estaba sentada frente al fogón; al alcance de su mano una olla llena de frijoles cocidos de los que la mujer comía a puñados. Cuando el cura la sorprendió en tan inaudita tarea, puso el grito en el cielo:
— ¡Ave María Purísima! Cualquiera diría, hija, que te ha importado muy poco la muerte de tu marido… ¿Cómo es posible que tengas hambre en estas circunstancias? ¡Es el tuyo, mujer, pecado de gula!
La comadrita Trenidá se limpió con el dorso de su mano la boca, acabó de remoler lo que traía entre la lengua y paladar y dijo:
— Anoche desaigraron mis frijoles por beberse el pulque… Naiden los aprobó siquiera. —Luego, con los ojos llenos de lágrimas, continuó—: Mi marido, con la ayuda de sus santos responsos, ya está gozando de Dios… Él se llevó mi corazón hasta el jollo; naiden podrá ocupar su lugarcito… Pero no por eso debo dejar que se aceden los frijoles
El cura, sin comentar más, puso en marcha el arcaico motor de su automóvil, enchufó el embrague… luego la ―primera‖ y puso entre él y el drama una cortina de polvo.
La comadrita Trenidá, con las lágrimas escurriendo por entre las mejillas, metió de nuevo la mano en la olla:
―Claro —dijo—, dejarlos es un pecado, con lo caro que‘stán ahoy…‖
Echado sobre sus patas traseras, ―Tlachique‖, el perro ―jolín‖ y esquelético, esperaba su turno; mientras tanto, se relamía, se relamía…